
PRÓLOGO
ADRIÁN
Había sido muy estúpido de mi parte pensar que todo iba a ser más fácil ahora que éramos los que dirigíamos nuestro propio equipo de protectores. Ahora que no dependíamos de nadie. Ahora que teníamos la financiación necesaria, gracias a que mi padre, fiel a su palabra, ponía la pasta sin pedirnos explicaciones. Pero, por supuesto, cuando había pensado que sería más fácil, que sería incluso bonito, la realidad había venido a reírse en mi puta cara. Había venido a demostrarme lo equivocado que estaba. Cuando había imaginado cómo sería tener nuestro propio grupo de protectores, no había tenido en cuenta lo difícil que iba a ser encontrar a los prodigios para poder rescatarlos, ni tampoco había tenido en cuenta la cantidad de enemigos que íbamos a hacer. Enemigos que esperaban a que tuviésemos el menor descuido para atacarnos. Por supuesto, a la cabeza de esos enemigos se encontraban los dirigentes. ¿Cómo era posible que las personas que tenían que encargarse de dirigir a los protectores y a los prodigios estuviesen tan corrompidas? Ese mismo motivo era el que nos había llevado a esa reunión.
La puerta del despacho se abrió y mis compañeros y amigos entraron. Todavía se me hacía raro incluso considerarlos así, que significasen tanto para mí y, lo que era más sorprendente, que yo significase tanto para ellos. Hacía tan solo unos meses había estado librando solo junto a Héctor el rescate de mi hermano y ahora los tenía a todos ellos. Éramos como una familia.
El último en entrar en el despacho fue David. El corazón se me puso a doscientos cuando lo vi, todo lo que había estado pensando hasta ese momento, cada onza de preocupación desapareció cuando sus ojos se posaron sobre los míos y me sonrió. Dios, era el puto amor de mi vida. David se acercó a mí y me dio un beso antes de sentarse, tuve que contenerme para no lanzarlo sobre mi regazo y comerle la boca como se merecía. Teníamos temas importantes que tratar.
Cuando todos se sentaron en sus sitios, solté la bomba que llevaba tragándome todo el día, aunque no sorprendió a nadie.
—Nuestros infiltrados nos informan de que los dirigentes se están preparando para atacarnos.
—Pensaba que ya estarían haciéndolo hace tiempo —contestó Lucas.
—La pregunta que de verdad importa aquí es si vamos a esperar a que ellos vengan aquí o vamos a ser nosotros los que los ataquemos primero —dijo Eder.
—Todavía no estamos lo suficiente preparados para hacerlo —respondió David, tratando de poner un poco de calma en el despacho.
—Tienes razón, ahora no lo estamos. Pero lo estaremos. No podemos permitir que esos cabrones estén abusando de tantos prodigios —dije, mirando a David.
Mis palabras fueron un juramento con el que todos estuvieron de acuerdo.
JUDITH
La vida es complicada y caprichosa, o por lo menos la mía lo era.
Esas últimas semanas no dejaba de preguntarme cómo era posible que mi vida se hubiese acabado convirtiendo en todo lo que siempre había luchado para que no fuese.
Sí, la vida era una perra.
Llevaba encerrada en la sede muchos días. Demasiados. Tantos que había llegado a perder la cuenta.
Odiaba estar aquí, odiaba estar encerrada y, en general, odiaba a la mitad de la humanidad por no ser extremista y decir que, en realidad, los odiaba a todos.
Estaba hasta las narices de los prodigios, de los protectores y, en especial, de Eder. Nunca había conocido a una persona que me exasperase tanto, ni que me pusiera más de los nervios. Una de las peores cosas que tenía Eder, entre otras muchas, era que era enorme y siempre estaba en todos los lados, o por lo menos en todos los lados a los que yo quería ir.
Tampoco era que el resto de las personas que vivía en la sede se quedase atrás. La mayoría de ellos me miraba como si fuese un bicho raro. ¡Yo! ¡Ellos eran los raros! Eran insufribles, tan metidos en su papel, tan dispuestos a darlo todo por los demás que era vomitivo. Lo que más me molestaba de ellos era que estaba convencida de que me miraban así porque sabían de mi don y me juzgaban por no usarlo. Pero ninguno de ellos tenía ni idea de lo que era tener premoniciones. Ninguno de ellos sabía lo que había sido para una niña de cuatro años ver accidentes e infinidad de desgracias en su cabeza que nadie más podía ver.
Cerrarme a tener visiones fue tan fácil como respirar. Me aterraba hasta la médula tenerlas. Hubo un tiempo, después de haber pasado años sin tener ni una sola premonición, en el que llegué a pensar que todo había sido casualidad. Invenciones de mi cabeza, pero, por supuesto, no había tenido tanta suerte. La realidad había sido que tenía lo que muchos llamaban un don. ¡Ja! Me gustaría ver a muchas de esas personas lidiar con el mío, a ver si seguían pensando lo mismo.
En mi mente se coló el recuerdo del día que tuve la premonición del ataque de Lucas. El ataque en el que lo infectaban, el ataque por el cual acabó lejos de nosotros, su familia, durante cuatro largos años. Suspiré. Como si necesitase otro recordatorio de lo mala persona que era. Cuando sentí una punzada de dolor y vergüenza en el corazón, decidí que ya era suficiente. Borré el recuerdo de mi cabeza, moviéndola hacia los lados, y regresé al presente. A la cocina de la sede. Frente al bocadillo vegetal que me estaba preparando para merendar. Corté una rodaja de tomate y la coloqué con rabia sobre la lechuga, porque todo era una mierda y esa era una manera estupenda de desahogarme. Hubiera preferido discutir con Eder, pero no lo tenía cerca en ese momento para poder hacerlo.
De nuevo, sin que yo se lo permitiera, mi cabeza voló lejos de donde estaba. A un recuerdo de hacía poco tiempo.
Pocas semanas después de que todos se enterasen de que tenía premoniciones, mientras estaba dando la quinta vuelta en la cama porque no me podía dormir, encontré el valor suficiente para ir a buscar a Lucas y confesarle que había tenido una premonición con el día que lo infectaron. Le expliqué casi al borde de las lágrimas, y eso que yo nunca lloraba, que había estado tan asustada que no había sido capaz de decir nada. Los tres segundos que Lucas tardó en reaccionar fueron unos de los momentos más angustiosos de mi vida. Puede que no fuera una persona cariñosa, pero amaba a mi hermano y no podía perderlo. Contra todo pronóstico, Lucas no se inmutó, ni gritó, ni me reprochó que hubiese permitido que le jodieran la vida. Él abrió los brazos y me estrechó muy fuerte entre ellos. Movió la cabeza para verme y me limpió las lágrimas que habían empezado a caer por mis mejillas, silenciosas y avergonzadas.
—Eras una niña —dijo, dándome un beso en la cabeza.
—Tenía que haber dicho algo —contesté entre sollozos.
—Quiero que sepas que no cambiaría nada de lo que he vivido. Nada. Todo lo que he vivido me ha traído a este lugar, a este momento. Te quiero, enana. Tienes que perdonarte. Verte sufrir me hace daño.
Lucas empezó a hacer pucheros con la boca. Puse los ojos en blanco, era tan idiota.
—¿Eso es lo que quieres, hermanita? ¿Quieres hacerme daño en el corazón?
—Oh, Lucas, cállate.
Se ganó un golpe en el brazo por sus tonterías, pero consiguió lo que buscaba, que se me quitase del pecho el peso que llevaba desde hacía tantos años.
Aunque desde ese día me sentí un poco más ligera, eso no evitaba que estar encerrada en la sede hiciera que me estuviese ahogando. Este no era mi lugar. Odiaba que todo me recordase lo egoísta que era, lo que podía estar haciendo pero no hacía. No quería ser un prodigio. No quería ser parte de este mundo, nunca lo había querido y nunca lo querría. Solo quería ser una persona normal y corriente. Una persona normal y corriente con su vida normal y corriente. Una persona que no estuviera en peligro. Una persona que no viera cosas horribles. ¡Tampoco era pedir tanto! Soñaba con que todo volviese a la normalidad. Soñaba con alejarme de este sitio. De esta gente. Si pudiese quitarme mi don a voluntad, lo haría sin pensarlo.
EDER
La noche estaba siendo muy aburrida, lo que era una buena noticia para nuestro trabajo, pero mala para ayudarme a mantener el nivel de concentración. No estaba siendo capaz de mirar durante más de dos minutos seguidos el lugar que vigilábamos sin distraerme con cualquier cosa. Yo era un hombre de acción. Prefería mil peleas a tener que quedarme quieto vigilando sin hacer nada. Pero eso también formaba parte de nuestro trabajo por mucho que me desesperase.
Teníamos controlada la casa desde hacía varias semanas, sospechábamos que dentro había prodigios retenidos, pero no podíamos arriesgarnos a entrar hasta que no lo supiésemos con total seguridad. Necesitábamos conseguir pruebas. Cuando me di cuenta de que estaba mirando cómo se movían las hojas de un árbol en vez de vigilar, me forcé a mirar de nuevo hacia la casa. Me removí, incómodo, en el sitio.
Amortiguadas por el viento, me llegaron las voces de Lucas y David. Hablaban en susurros entre ellos. No podía culparlos, a todos nos costaba mantener la concentración y la profesionalidad después de tantas horas sin hacer nada. Traté de no escuchar lo que decían, si hubieran querido que los demás supiéramos lo que estaban hablando, se hubieran acercado a nosotros para hablar. Todas mis buenas intenciones se fueron a la mierda, junto con mi integridad, en el mismo momento en el que escuché el nombre de Judith durante su conversación. Agucé el oído para tratar de escuchar lo que decían. Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, maldije por dentro. ¿Cómo podía ser tan gilipollas? Tenía que dejar en paz a la chica. Ella no era asunto mío.
Ni siquiera decirme eso a mí mismo sirvió para que dejase de escucharlos con atención.
—¿Sabes si Judith ha tenido alguna vez una premonición que la haya podido traumatizar? —le preguntó David a Lucas.
Sentí un pinchazo en el estómago al escucharlo, al pensar en esa posibilidad.
—No lo sé —le respondió Lucas.
Por el tono de su voz deduje que estaba pensando, tratando de recordar.
—Ya sabes cómo es Judith. No me dice nada. Cada vez que he tratado de hablar con ella de eso, me manda a la mierda. No quiere ni escuchar hablar de su don. Lo odia —dijo Lucas elevando un poco más el tono de voz—. Pero espero que lo que preguntas no sea verdad.
Era evidente que Lucas estaba muy preocupado por ella.
—Creo que Judith reprime su don, quizás no lo haga de forma consciente, pero lo hace. —David se quedó callado durante unos segundos como si estuviera pensando a la vez que hablaba—. Eso explicaría por qué tiene premoniciones en sueños. Mientras está dormida no puede controlar su cuerpo y mucho menos su don. Uno no puede reprimirse en sueños, es por eso que muchas veces, por no decir siempre, acabamos soñando con lo que de verdad deseamos.
Cuando escuché lo que acababa de decir David, mi cerebro, como para reírse de mí, me regaló una visión del sueño que había tenido la noche anterior. En el sueño, una recién despierta Judith bajaba unas escaleras, vestida solo con una camiseta larga, mientras yo la esperaba abajo para cogerla entre mis brazos.
Estaba jodido.
DICIEMBRE
JAIME
Apoyé la cabeza en la puerta del despacho de mi hermano.
Estaba muy nervioso. Más de lo que recordaba haber estado alguna vez. El corazón me latía en la garganta. En los oídos. Apreté los ojos y traté de recordar algún momento en el que hubiera estado por lo menos igual de nervioso, solo por tratar de distraerme. No sé, por ejemplo, el día que me secuestraron y no sabía qué iban a hacer conmigo. O, por ejemplo, un día cualquiera en el que Héctor se hubiese acercado con su enorme cuerpo demasiado a mí. Suspiré. No es que se me diese demasiado bien relajarme.
En el mismo momento en el que pedí esta reunión, supe que no era una gran idea. Que me estaba jugando demasiado. Sabía que no tenía por qué contarles lo que me pasaba. Lo que era. Que, si era muy cuidadoso, seguramente, no lo descubriesen jamás. Pero igual que me pasó cuando conocí a Lucas y necesité confesarle que había tenido cierto grado de implicación en el ataque en el que lo infectaron, me pasaba ahora. Necesitaba confesar. Necesitaba sacar este peso que tenía dentro. No quería seguir escondiendo mi verdadero ser. No quería acostumbrarme todavía más a este lugar, a este maravilloso lugar en el que era feliz. No podía permitir que un día descubriesen mi secreto por cualquier descuido tonto y me mirasen con ojos dolidos. Que me acusasen de traicionarlos. De mentirles. Que me dijesen que me fuera cuando ya estaba demasiado encariñado, demasiado asentado en la sede como para soportar tener que marcharme. Necesitaba saberlo ya. Necesitaba saber si me querrían aquí.
Tener la frente apoyada contra la puerta hizo que pudiese escuchar a la perfección como David le hablaba a mi hermano.
—Cariño, estoy seguro de que no le pasa nada malo. Tienes que tranquilizarte. Llevas toda la mañana sin parar de dar vueltas y gruñir a todo el mundo —le estaba diciendo David a Adrián con el mismo tono con el que se le habla a un niño pequeño—. Te juro que, si alguien quiere hacer daño a Jaime, le haré pedazos el cerebro.
Casi me reí por lo que le dijo, estaba seguro de que, si no hubiera estado tan nervioso, lo hubiese hecho. ¿Cómo podía ser alguien tan dulce y sangriento a la vez? Aunque me esforzase, sería incapaz de ser así. Cada uno de ellos tenía algo que me gustaba. Y era por eso, por las personas que había conocido, que no quería tener que irme de la sede. Porque me gustaban. Pero también era ese el mismo motivo por el que no podía mentirles.
—Sea lo que sea lo vamos a arreglar. —Escuché decir a Héctor con voz dura.
Así era Héctor. Serio. Seguro. Confiable. Suspiré, lo que hubiera dado porque lo dijera porque yo le importase, pero sabía de sobra que no era así. Que lo había dicho para tranquilizar a mi hermano. A su mejor amigo. Cómo odiaba que me doliese tanto lo unidos que estaban. Que me escociese. Pero no podía evitarlo.
Hubo un momento durante mi cautiverio en el que pensé que después de tantos años sin verlo, lo que sentía por él habría desaparecido. Por supuesto, había estado equivocado. En el mismo instante en el que volví a verlo, supe que todo seguía igual. Que mis sentimientos hacia él seguían intactos.
Cogí el pomo de la puerta con manos temblorosas y me obligué a entrar en el despacho. Necesitaba acabar con esto cuanto antes. Necesitaba saber de una vez por todas qué iba a hacer con mi vida. Dónde estaba mi futuro.
Cuando la puerta se abrió delante de mí, todos se callaron de golpe y giraron la cabeza para mirarme. Seis pares de ojos me observaron con atención. Tragué saliva, nervioso. A pesar de haber sido yo el que había pedido esta reunión, sentía como si estuvieran a punto de juzgarme. Porque, bueno, era un poco así. Mientras entraba en el despacho empecé a sentirme ridículo. Expuesto. Como un niño. A pesar de que no era de los más jóvenes que había, pero sí uno de los más inexpertos. Vivir tantos años aislado del resto, encerrado, me había marcado por mucho que quisiera que no fuese así. Sabía que siempre sería diferente. Era lo suficiente inteligente como para saberlo.
Cuando estuve cerca del escritorio, mi hermano se levantó de la silla en la que estaba sentado.
—Jaime —dijo Adrián para llamar mi atención—, siéntate aquí. Así te podemos ver todos mientras nos explicas por qué querías que nos reuniésemos.
—Gracias —contesté tragando saliva mientras apartaba la silla.
Cuando me senté, los observé a todos durante unos segundos, en silencio. Miré a Dani, a Lucas, a Eder, a David, a mi hermano y a Héctor. A cada uno. Todos ellos me observaban con atención. Como si no quisieran perderse nada de lo que les quería decir. Me di cuenta en ese mismo momento de que esto iba a ser todavía más complicado de lo que había imaginado, y eso que pensaba que iba a ser muy difícil. Decidí que lo mejor era soltarlo de una vez. Directo. Sin rodeos.
—Soy un tomador de poderes —dije de carrerilla, soltando una bomba a punto de explotar.
Silencio.
Nadie dijo nada. Desde luego no era la reacción que había esperado. No hubo gritos de sorpresa, no hubo bocas abiertas. Esperé unos segundos más a que explotasen, pero ninguno reaccionó. Parecía que esperaban a que me explicase más.
—¿No sabéis lo que significa? —les pregunté, sorprendido, levantando las cejas.
—Claro que lo sabemos —contestó Héctor.
Sus palabras sonaron tranquilas, como si estuviésemos hablando del tiempo que hacía y no de que les acababa de confesar que era un tomador de poderes. Su respuesta e impasibilidad me dejaron sin palabras.
—¿No tenéis nada que decir? —presioné para que dijesen algo de una vez.
Que me fuese. Que me quedase. Algo. Lo que fuese, pero algo. Necesitaba dejar de sentir que estaba flotando en medio de la incertidumbre. No podía más.
—¡Queremos saber de una puta vez lo que te pasa! —gritó mi hermano, perdiendo los nervios por fin.
Giré la cabeza, sorprendido, en su dirección. Héctor se levantó de la silla en la que estaba sentado y agarró a mi hermano del brazo para que se tranquilizase. Ese gesto destinado a calmar a mi hermano fue el detonante para que yo explotase.
—¿Que qué me pasa? ¿Es que estás sordo? —grité, levantándome yo también de la silla—. ¡Que soy un tomador de poderes! ¡Que soy un peligro para todos los que están aquí! Soy el enemigo. ¿Es qué estáis todos sordos o es que os han matado las neuronas a tortas?
David se rio de lo que dije. Tuvo el valor de reírse en la situación en la que estábamos. Me miró a los ojos y solo pude leer aprecio en ellos. Calor. No tenía miedo de mí. Miré a los demás y descubrí que ninguno de ellos lo tenía. O eran unos inconscientes o les gustaba de verdad.
—Siéntate y no digas tonterías —me dijo Héctor muy serio—, no eres un peligro para nadie. ¿Me oyes?
—Estáis todos mal de la cabeza —les dije mientras me sentaba.
No sabía que otra cosa hacer.
—A ver si me queda claro —dijo mi hermano—. ¿Nos has pedido que nos reunamos aquí para decirnos que eres un tomador de poderes?
Asentí con la cabeza.
—A ver si lo entiendo —dijo, cerrando los ojos con fuerza y pellizcándose el puente de la nariz—. ¿Me has tenido toda la puta mañana preocupado, con el corazón en un puño, porque eres un tomador de poderes?
—Sí —contesté furioso.
Me estaba enfadando. Me estaban tratando como si estuviera loco.
—Soy peligroso —dije para ver si alguno de ellos se daba cuenta de una vez.
—Vamos a ver —dijo Adrián tomando aire mientras cerraba los ojos tratando de relajarse—. ¿Cuántos dones has quitado?
Su pregunta me cogió desprevenido.
—Esto… ninguno. Pero los copio. Por eso de pequeño pensaban que tenía tantos dones, porque copiaba los de los demás. Cuando toco a alguien que tiene un don, soy capaz de imitarlo. No para siempre —expliqué reflexionando en alto—. Necesito un contacto prolongado con la persona para poder usarlo como si fuera mío, aunque hace algún tiempo me di cuenta de que, si quería quitarle un don a alguien, podía hacerlo. Estuve a punto de quitárselo a uno de los prodigios que estaban retenidos conmigo —confesé mientras me ponía rojo hasta las puntas de las orejas—. Hasta entonces nunca me había planteado que fuese un tomador de poderes, pensaba que iba descubriendo con el tiempo nuevos dones que tenía dormidos dentro de mí.
Todos me observaron en silencio, expectantes.
—Por eso os he pedido que nos reuniéramos hoy. Para decíroslo. Para que, ahora que sabéis lo que soy de verdad, decidáis si seguís queriendo que me quede aquí —dije muy rápido.
Cuando terminé de hablar, contuve el aliento mientras esperaba su respuesta.
—Tú eres tonto —dijo mi hermano.
No recordaba que me hubiese hablado nunca así. Como si de verdad lo pensase.
—Este sitio es un santuario, este sitio es el lugar en el que a la gente como tú —dijo, señalándome con el dedo—, o como Lucas —su dedo se movió hasta él—, se la protege y se la arropa.
—Un don solo es bueno o malo dependiendo del uso que le des —añadió David.
—Este es exactamente nuestro lugar, Jaime —dijo Lucas, mirándome a los ojos.
—No te vas a mover de aquí —sentenció Héctor, molesto.
—Es un placer tenerte aquí. Siempre me has gustado, eso no va a cambiar por un puñetero don. Sigues siendo la misma persona que hace dos minutos —me dijo Dani, guiñándome un ojo.
—Te quiero, hermano —añadió Adrián.
Mientras los escuchaba decirme todas esas cosas, supe que había encontrado mi lugar. Un lugar en el que me querían, no porque fuese perfecto. Si no porque me querían tal y como era. Me querían a mí.
JUDITH
Di otra vuelta en la cama. Me tapé los oídos con las manos y traté de relajarme. Pero era imposible. No iba a ser capaz de dormirme y lo sabía. No podía soportar el llanto al otro lado de la pared. El dolor de los demás me hacía sentir tan mal por dentro que era como si fuera yo misma la que lo estaba sufriendo. Odiaba ser tan sensible. ¿Por qué tenía que serlo, joder?
Me giré de nuevo en la cama, esta vez para el lado contrario. Suspiré. Me tapé la cabeza con la almohada. Pero nada de lo que hice sirvió para tranquilizarme. ¿Por qué cojones tardaba tanto Eder en consolarla? Nunca había escuchado tanto rato seguido llorar a su hermana. ¿Es que acaso el muy tarugo estaba tan dormido que no se enteraba? Traté de esperar un poco más, por respeto, pero no aguanté más de unos pocos segundos. ¡A la mierda! Tenía que hacer algo. No podía aguantarlo más.
Me senté de golpe y me arranqué las mantas de encima de un solo tirón. Las lancé al suelo por el lado derecho de la cama. Abrí la puerta del cuarto sin molestarme en ponerme unas zapatillas y caminé los escasos diez pasos que separaban mi habitación de la de Ana. Dudé durante unos segundos en el pasillo. ¿Estaría haciendo lo correcto? Dudé hasta que me dije a mí misma que Ana estaba llorando. Éramos una pareja perfecta. Ella lloraba y necesitaba consuelo y yo, que no soportaba escucharla llorar, estaba dispuesta a dárselo. Sin querer dedicar más tiempo a darle vueltas, levanté la mano y la puse sobre el pomo. Cuando este giró sin pararse contra nada, agradecí a este sitio por hacer que la gente se sintiera tan segura que no necesitase encerrarse. Si esa misma mañana alguien me hubiese preguntado lo que pensaba acerca de dejar la puerta de tu propio cuarto abierta, hubiese respondido que la gente que hace eso es idiota y no tiene el sentido de la privacidad bien. Ahora, que Ana tuviese la puerta abierta, me parecía algo de agradecer.
Entré dentro. Aunque la luz estaba apagada, no tardé mucho en acostumbrarme, había más oscuridad en el pasillo que dentro de la habitación. Ana tenía la persiana abierta y la luz de las farolas entraba por la ventana haciendo que todo lo que había dentro estuviese cubierto de luz plateada. Miré la cama y vi que Ana estaba sentada con las piernas pegadas al cuerpo. Abrazándose a sí misma. Tenía la cabeza hundida entre las rodillas. Estaba hecha una bola. Protegiéndose a sí misma. Me partió el alma al verla así. Tan triste. Tan sola.
Me acerqué a la cama con cuidado de no asustarla. Pero no lo hice con el cuidado suficiente porque Ana me escuchó. Antes de que llegase a ponerle la mano sobre el hombro para tratar de tranquilizarla, levantó la cabeza. Me miró durante unos segundos, en silencio. A los pocos segundos empezó a temblarle la barbilla y empezó a llorar de nuevo. La diferencia fue que esta vez me miraba a los ojos mientras lloraba.
—Lo siento. ¿Te he despertado? —preguntó preocupándose por mí.
No me podía creer que se estuviese disculpando. La cuestión era que no tenía que estar llorando, pero no porque molestase a los demás, sino porque ella no debería estar tan mal como para despertarse la mayoría de las noches llorando.
—Eso da igual, Ana ¿Dónde está Eder? —le pregunté con suavidad.
Traté de no asustarla. Tenía miedo de que, si decía las palabras incorrectas o si hablaba muy fuerte, saldría corriendo.
—Está en una misión —respondió entre sollozos.
—¿Quieres que vaya a buscarlo? ¿Que lo llame?
Supe, incluso mientras lo proponía, que mis preguntas eran ridículas. No podíamos llamarlo en medio de una misión. Si lo hacíamos, no solo le podíamos poner en peligro a él, sino a todos los demás.
—No —contestó casi gritando.
Su reacción me sorprendió. Cuando Ana se dio cuenta de cómo había reaccionado, empezó a explicarse.
—No quiero que le digas nada. Siempre está pendiente de mí. Estoy cansada de ser una carga para él. Sé que tiene que hacer misiones por la noche y siempre se está negando a hacerlas porque no quiere dejarme sola. Es horrible. Sé que no poder cumplir con sus obligaciones lo hace sentirse mal y no quiero que se sienta así por mi culpa. No lo entiendes, aunque soy una carga para él, jamás se ha quejado. Es el mejor hermano del mundo.
Tragué la bola de emoción que se me había formado en la garganta. Puñetero Eder.
—Lo entiendo —le dije para tranquilizarla, para que supiera que no iba a hacer nada que ella no quisiera—, pero necesitamos arreglar esto. —Señalé con el dedo sus ojos brillantes e hinchados—. Cuéntame por qué lloras. Si me lo dices, me va a resultar más fácil ayudarte.
Deseaba hacer algo para parar su dolor, sus lágrimas. Ana se quedó en silencio durante unos segundos. Dudé acerca de si me contestaría y empecé a pensar la mejor manera para conseguir que me lo dijera. Había sido demasiado directa. Ese era otro de mis defectos. Que alguien lo sumase a mi larga lista.
—Tengo miedo —respondió, sorprendiéndome.
Supuse, por lo bajo que lo dijo, que no se sentía demasiado orgullosa de ello.
—¿De qué tienes miedo?
—De estar sola. De que me vuelvan a secuestrar. De todo en general. Soy un desastre —soltó deprisa, como si se estuviese desahogando—. De día me resulta más fácil sobrellevarlo. Es más sencillo acallar las voces que me gritan que estoy en peligro, que estoy indefensa. Pero de noche… sola… No puedo hacerlo.
Ana empezó a temblar. No dudé ni un segundo antes de ponerme de rodillas sobre la cama y abrazarla.
—¿Te sirvo yo como compañía o necesitas a alguien del tamaño de tu hermano? Porque si es así, estamos jodidas —le pregunté con humor, tratando de aligerar el ambiente.
Para mi sorpresa y alegría, sirvió. Después de poco tiempo, Ana ya no temblaba tanto entre mis brazos.
EDER
Cuando regresamos a la sede de la vigilancia de esa noche, estaba muy preocupado. Me jodía haber tenido que dejar a Ana sola. Pero ¿qué otra opción tenía? No podía permitir que otros compañeros tuviesen que cubrir siempre el turno de noche por mí. Yo era un protector más. Además, ellos también tenían familia con la que querían estar.
Pero saber eso y no estar preocupado por Ana eran dos cosas distintas. Sentía que le estaba fallando como hermano. Con la cabeza llena de remordimientos, caminé deprisa por la sede, quería pasar por el cuarto de Ana antes de ir a la ducha. Necesitaba asegurarme de que estaba bien. Cuando llegué a la habitación de mi hermana, de manera inconsciente, miré a la puerta de al lado. Al cuarto de Judith. Apreté los dientes cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo. Aparté la mirada de golpe, molesto conmigo mismo. Me obligué a devolver la atención a la habitación de mi hermana. Cuando llegué a su puerta, acerqué la oreja casi hasta apoyarla en ella. Escuché durante unos segundos tratando de descubrir si estaba despierta o no, si estaba llorando. Cuando no escuché llanto al otro lado, se me levantó un poco el peso que llevaba aplastándome el pecho durante toda la noche.
Esa misma tarde, Ana había estado intentando convencerme para que me fuese de vigilancia por la noche. Al principio me había negado, pero ella no había dejado de insistir hasta que no había logrado convencerme. Me había tranquilizado. Mientras hablábamos, supe en todo momento que me estada diciendo lo que necesitaba oír para aceptar irme. No porque ella creyese que iba a estar bien, sino porque sabía que yo me sentía mal por no cumplir con las obligaciones que tenía como protector. Ana me conocía muy bien. Tanto que sabía que yo no quería defraudar a las personas que nos habían ayudado a salir de nuestro encierro. Las personas que nos habían ayudado a tener una segunda oportunidad. Lo que parecía no entender era que yo no quería eso por encima de su bienestar. No lo quería ahora, ni lo querría nunca. Ana siempre estaría primero, por encima de todo. Era mi hermana. Mi familia. Era todo lo que tenía.
Abrí la puerta de la habitación con cuidado para no despertarla. Necesitaba ver con mis propios ojos que estaba bien antes de poder irme a la ducha. Como todas las noches, Ana tenía la persiana de la habitación levantada, por lo que había suficiente luz dentro como para ver de un simple vistazo que había más de una persona. Se me aceleró el pulso, el corazón me dio un vuelco. Me lancé como un loco hacia la cama para destrozar a la persona que estaba a su lado. Segundos antes de que mi mano aterrizase sobre el intruso, reconocí la melena dorada de Judith.
Mi aturdido y sobreacelerado cerebro se quedó paralizado. ¿Qué hacía Judith abrazada a mi hermana? Parecían tan relajadas y tranquilas las dos. No pude evitar mirarlas, embelesado. Mientras las observaba, empecé a sentir como el pecho se me hinchaba, como se me llenaba de calor. ¿Qué me estaba pasando? Me dije a mí mismo que ahora que había visto que Ana estaba bien, que estaba acompañada, que estaba tranquila, lo más decente sería que me fuese a la ducha y que las dejase en paz. Pero parecía que mi cuerpo y mi cerebro tenían problemas para entenderse entre ellos. Me descubrí acercándome al escritorio de la habitación. Estiré los brazos y saqué la silla que había metida debajo. Con cuidado de no despertar a ninguna de las dos, la levanté en alto y la puse al lado de la cama. En el sitio más cercano a ellas, desde donde mejor las podía ver. Deslicé la mirada por la cara de Judith. Por esos rasgos que tanto me alteraban. Era preciosa. Ahora que sus facciones estaban relajadas, bueno, que ella estaba relajada y no lanzando contestaciones y malas miradas a todo el que se le acercaba, parecía un puto ángel. Era una mujer con una fuerza increíble. Una luchadora. Una guerrera.
A pesar de lo pequeña que era, abrazaba a mi hermana como si estuviese dispuesta a protegerla de todo. Tragué fuerte. Se me formó una bola en la garganta. Una bola que nunca había sentido y que era mucho más de lo que podía soportar. Había sabido desde el primer momento en el que le puse los ojos encima a Judith que me complicaría la vida.
JUDITH
No sabría decir qué me hizo despertarme.
Cuando abrí los ojos, me sentí desubicada durante unos segundos. Luego, mi cerebro adormilado se espabiló y recordé dónde estaba. Moví la cabeza con cuidado hacia el cuerpo caliente que estaba enredado con el mío. Respiré aliviada cuando vi que Ana seguía dormida. No quería despertarla. Mi tranquilidad duró poco, hasta que un movimiento al lado de la cama llamó mi atención. Levanté la mirada, alerta, y me encontré con los ojos de Eder. En el mismo instante en el que nuestros ojos se encontraron, mi cuerpo se volvió de mantequilla. Puto Eder. ¿Por qué me ponía siempre tan nerviosa? Odiaba verlo. Odiaba estar con él. Cada vez que me miraba sentía que me estaba juzgando. Me puse furiosa ¿Qué narices hacía sentado en una silla mirándonos? ¿Estaba vigilándome? ¿Acaso el muy idiota pensaba que le iba a hacer algo a su hermana?
Me senté y empecé a deslizarme para bajar. Cuando estuve en el suelo, Eder tuvo que levantarse de la silla y apartarla para que pudiese pasar. Fui hasta la puerta de la habitación y la abrí fuerte. Quería largarme de allí. Evitar otra nueva discusión. Con nosotros siempre era así. Cada vez que hablábamos terminábamos discutiendo. Pero Eder no tenía los mismos planes que yo, ya que me siguió fuera.
—¿Por qué estabas con mi hermana? —me preguntó justo cuando la puerta se cerraba detrás de él.
—Pero mira que eres imbécil —le dije muy enfadada—. ¿Tú por qué crees?
—No lo sé. Es por eso por lo que la gente pregunta las cosas.
Dios. Tuve que respirar profundo antes de volver a hablar para tratar de tranquilizarme, aunque no lo conseguí.
—No iba a hacerle nada —expliqué, molesta—. La escuché llorar desde mi cuarto y fui a donde ella. ¿Qué querías que hiciese?
Di un paso amenazador hacia él para tratar de intimidarlo. Fue un acto instintivo que lo único que consiguió fue que nuestros cuerpos quedasen demasiado cerca. En el mismo segundo en el que estuve frente a él, me di cuenta de que lo que en mi cabeza parecía tan buena idea, en la realidad, aparte de ser ridículo ya que Eder tenía el tamaño de un camión, era demasiado intenso. Peligroso para mi cordura. Podía sentir el calor de su cuerpo contra el mío incluso a través de nuestra ropa. Tenerlo tan cerca… me mareaba. Era como despegar los pies del suelo y tratar de mantener el equilibrio. Una locura. Olía a su dichosa colonia y a sudor. El deseo se despertó en mi interior como si el muy maldito lo hubiese activado con un dedo. Lo odiaba. ¿Por qué tenía que ser precisamente Eder el que despertaba mi cuerpo de esa manera?
Desesperada por salir de ahí, de su influjo, le dije lo primero que se me pasó por la cabeza.
—Que te den.
Me di la vuelta y desaparecí por la puerta de mi habitación, como si detrás de ella estuviese mi salvación.