Capítulo 1

¿Puedo hacer algo para que te quedes?

Sarah

Me había cansado de sentir que no era suficiente.

Me había cansado de que mi vida no fuese como yo quería.

Me había cansado de estar estancada en un sitio que no era mi lugar, y sabía que Washington no lo era.

Hacía mucho tiempo que me había dado cuenta de que la ciudad que me había visto crecer ya no tenía nada para mí. Ni yo tampoco lo tenía para ella. Estaba tan convencida de ello, que hacía unos meses había comenzado a mover los engranajes que me ayudarían a salir por fin de allí.

De hecho, en esos momentos, sostenía entre mis manos el papel que iba a sacarme de la ciudad. El papel que me iba a obligar a hacerlo de una vez por todas. Era el pequeño, o gigantesco empujón, que necesitaba para hacerlo. Todo se había puesto en marcha hacía meses. Cuando había solicitado plaza en la universidad de Yale. En la universidad que estaba en la otra punta del país, a dos mil ochocientas sesenta millas de casa, a cuarenta y cinco horas en coche, a nueve horas en avión. Era casi lo más lejos que podía irme sin salir de América.

Todo me había empujado a esa universidad. Que estuviera tan lejos de casa, que fuese una de las mejores universidades del país, que mi tío viviese allí y fuese entrenador de hockey en ella, que mi madre hubiese estudiado allí… Todo.

Levanté la vista de la carta de aceptación y la fijé en la única persona que podía retenerme en Washington: mi mejor amigo Dan.

Le miré con una disculpa dibujada en la cara. Le miré suplicándole sin palabras que no lo hiciera. Necesitaba que me apoyase, que me ayudase a salir de este sitio en el que era tan infeliz, de este sitio que no era el mío.

—¿Puedo hacer algo para que te quedes? —preguntó, pero no había fuerza en sus palabras porque sabía que yo lo necesitaba.

Lo sabía, aunque no le gustase.

—Dan, ya sabes que sí que puedes, pero no quiero que lo hagas. Necesito irme de aquí. Lo necesito —dije casi suplicándole, con la cara contorsionada por la pena y la vergüenza de estar fallándole, por elegirme a mí misma antes que a él. Por ser una mierda de mejor amiga—. No me lo pongas más difícil por favor —le pedí.

Dan cogió aire frente a mí haciendo un gesto exagerado con la boca y, después de poner los ojos en blanco como si estuviera siendo demasiado dramática, se sentó a mi lado en la cama.

Cuando me envolvió entre sus brazos tatuados y me apretó contra su cuerpo, supe que se había rendido y que no me lo pondría difícil. Me apoyaría en esta decisión igual que lo había hecho antes, igual que yo hubiera hecho por él. Igual que habíamos hecho siempre.

—Espero que esto no sea por el imbécil de Marco.

—Ya sabes que no.

Dan se rio y sentí su aliento traspasar mi pelo, y golpear contra mi cabeza.

—Le dejaste en ridículo delante de todos —comentó riéndose.

—Se lo merecía.

—Cierto. No solo se estaba acostando con otras, sino que encima te llamó frígida.

Me reí.

—Al igual que le confesé, la semana pasada en el club, que la razón por la que conseguía excitarme tenía más que ver con él que conmigo.

—Solo espero que nadie me diga eso nunca. —Ambos nos reímos un poco más relajados a pesar de que el momento era tenso.

Después de ese intercambio nos quedamos en silencio.

Por la habitación que me había visto crecer y que seguía pintada con el mismo tono rosa que cuando todavía jugaba con muñecas, sobrevolaba un aura de pérdida, de abandono, de miedo… De miedo a lo desconocido, de miedo a estar solo en el mundo. Pero, a la vez, esas mismas emociones estaban entretejidas con la esperanza de un nuevo comienzo, con la posibilidad de encontrar tu lugar en el mundo, con las ganas, con la fuerza.

En ese momento no hubiera sido capaz de quedarme con una sola emoción de todas las que estaban hirviendo en mi interior, ni con todas las que había visto reflejadas en la cara de Dan cuando le había dado la noticia. Sabía que se alegraba por mí, sabía que entendía que necesitaba irme, así como también sabía que estaba enfadado conmigo, decepcionado en cierta manera y que, por su cabeza, se había pasado la posibilidad de pedirme que me quedase.

Era curioso como una persona podía tener sentimientos tan opuestos entre sí a un mismo suceso y, a la vez, que todos ellos fuesen reales. Supongo que cada uno podía elegir con cuál de los sentimientos quedarse. Y, en buena medida, de eso dependía la calidad de las personas que éramos: de elegir el sentimiento correcto con el que quedarnos.

Ese día, Dan me demostró, una vez más, lo buen amigo que era, eligiendo estar a mi lado y apoyándome.

—Ahora en serio, Sarah, te has recuperado muy bien de la ruptura con Marco —me dijo separándose un poco de mí para que pudiéramos mirarnos. Supuse que para poder calibrar cuán sinceras eran mis palabras.

—Nunca nos habíamos querido lo suficiente el uno al otro —contesté encogiéndome de hombros como si nunca me hubiera importado.

Hubo un tiempo en el que lo había hecho. Me había enamorado de la idea de que una persona se preocupara por mí, de que fuera lo primero para él, pero había sido una mentira.

En el mismo momento en el que Marco consiguió que nos acostáramos, las cosas cambiaron de manera radical.

Pero yo tampoco había sido mejor que él.

Me había quedado con Marco porque quería que alguien me hiciera caso, y no se podía tener un motivo peor que ese para mantener una relación, o por lo menos yo no lo conocía.

Después de esa relación fallida, me había dado cuenta de que quería ser especial para una persona, pero especial de verdad, que me antepusiera a los demás, que se desviviese por mí. Me había dado cuenta de que yo quería sentir lo mismo por alguien.

Nunca lo había hecho, pero no perdía la esperanza.

Si alguna vez volvía a tener una pareja, sería porque existía un amor verdadero entre nosotros. Sería porque para él yo lo sería todo, y él también lo sería a su vez para mí. Quería alguien con el que poder compartir todo.

Me había prometido a mí misma que no me conformaría con menos.

—A ti es imposible no quererte.

—Dan… —le llamé y le sostuve la mirada para que no se perdiese lo que le iba a pedir—, ven conmigo.

—Sabes de sobra que lo voy a hacer —contestó como si fuera algo que estaba claro desde el principio y respiré aliviada—, pero primero tengo que acabar el curso aquí. No puedo marcharme sin más. El año que viene estaremos los dos juntos en New Haven. Promesa de mejor amigo —dijo tendiéndome el dedo meñique para que lo entrelazásemos y sellásemos el pacto de esa manera.

—Eres el mejor —indiqué abrazándole todo lo fuerte que era capaz.

—Ya era hora de que lo reconocieses. No me puedo creer que te tengas que ver en la otra punta del país para darte cuenta —comentó fingiendo indignación, lo que hizo que se ganase un golpe en el brazo.

Ya no quedaba mucho más por decir. Después de eso nos quedamos durante un tiempo tumbados juntos en la cama, cada uno con su móvil en la mano viendo lo que le apetecía.

Algunas veces nos enseñábamos alguna chorrada que nos había llamado la atención, pero el resto del tiempo cada uno estaba a su aire.

Estar con Dan era fácil. Me hacía sentirme en paz y querida. Le iba a echar muchísimo de menos; más de lo que me gustaba pensar. Pero no podía permitirme centrarme en eso. No si quería irme.

—¿Cómo crees que se lo tomará tu padre? —preguntó él rompiendo el silencio en el que nos habíamos sumido y sacándome de golpe de mis pensamientos.

Fruncí el ceño ante su pregunta. No me apetecía nada hablar de ese tema. Más bien, no me apetecía tener que pasar por esa conversación porque sabía que, en el mismo momento en el que se lo dijese, su reacción me iba a decepcionar.

También sabía que, a pesar de esperarlo, de igual manera me iba a molestar. Era mi padre, al fin y al cabo.

Tomé la decisión en una milésima de segundo. Iría a hacerlo ahora. Le había escuchado llegar hacía unas horas. Estaba en casa y yo tenía ya la carta de aceptación: era el escenario perfecto. Necesitaba quitarme esa conversación de encima cuanto antes.

—Voy a averiguarlo. Quédate aquí —le ordené señalando la cama porque sabía que, cuando terminase de hablar con mi padre, iba a necesitar a mi mejor amigo.

Tenía que quitarme de en medio esta charla cuanto antes y no quería estar sola después de hacerlo.

Ese era el mejor momento.

Odiaba dilatar las obligaciones, odiaba la sensación de tener que hacer algo y no hacerlo.

Salí de la habitación llena de convicción, bajé las escaleras casi corriendo y, para cuando llegué frente a la puerta cerrada de su despacho, mi determinación se había desinflado.

Me sentí de golpe de nuevo como una niña pequeña necesitada de atención y amor. Algo que mi padre nunca había sido dado a regalar y mucho menos en los últimos años. La relación que tenía con él murió el día que dejé de ser patinadora profesional.

Pasé a un segundo plano.

Su nueva mujer e hija, que sí que quería ser patinadora profesional, fueron lo que terminaron por rematarnos, por dar la estocada final, pero lo nuestro ya estaba terminado desde hacía mucho tiempo.

Desde el mismo día que enterramos a mi madre, desde el día que colgué los patines.

¿A quién quería engañar? La decisión de marcharme ya estaba tomada y daba igual lo que él dijese. Solo necesitaba coger impulso para hacer algo que me aterraba tanto. Para irme a la otra punta del país a vivir mi vida. Si quería encontrar mi lugar en el mundo, tenía que salir de mi zona de confort y saltar sin paracaídas.

Apreté con fuerza la carta en mis manos como si fuese un salvavidas, como si en su contacto fuese a encontrar la fuerza para sobrevivir a esa conversación. Levanté la mano y llamé a la puerta.

Después de unos segundos, se escuchó al otro lado la voz de mi padre dando paso a la habitación.

Cerré los ojos con fuerza, cogí aire y bajé la manilla de la puerta para entrar.

Él apartó la vista del ordenador donde segundos antes había estado escribiendo y la clavó en mí.

—Sarah —dijo, al ver que era yo la que había entrado a su despacho.

—Papá.

Me quedé mirándole sin añadir nada más y en su cara se empezó a dibujar la impaciencia. Le molestaba y ni siquiera se preocupaba en ocultarlo.

Su actitud me dolió mucho más de lo que me hubiera gustado. Cualquiera podría decir que después de años de desplantes ya debería de estar acostumbrada, pero no lo estaba. Una pequeña parte de mí aún conservaba la esperanza de que un día se diese cuenta de que se comportaba como una mierda de padre y cambiase de actitud.

—¿Querías algo, Sarah? —preguntó por fin cuando se cansó de tenerme delante de él sin hacer nada.

—Sí, quiero decirte que me acaba de llegar la carta de aceptación de la universidad.

Le tendí el papel para que lo viera mientras le miraba fijamente. No quería perderme ni un solo detalle de su reacción cuando viese cuál era. Cuando viese que estaba en la otra punta del país.

La reacción que tanto me había preocupado no se hizo esperar.

Mi padre levantó la vista con el ceño fruncido y clavó su mirada en mí.

—Así que vas a estudiar Medicina.

Esas fueron sus únicas palabras. Ni un «esta universidad está muy lejos, hija. No puedo permitir que te vayas a un lugar tan distante». Ni un «quédate, por favor».

A él solo le importaba lo que iba a estudiar.

—Sí —le contesté con seguridad, porque tenía claro que no iba a hacer con mi vida algo que no quería solo para agradarle. Era mi padre. Se suponía que debía quererme por lo que era, no por lo que él deseaba que fuera.

—Pagaré la carrera, pero no pienso darte ni un centavo para caprichos —sentenció con rotundidad, como si eso fuera lo realmente importante.

Debería haberle dicho muchas cosas en ese momento, pero no pude. Tenía un nudo enorme en la garganta que apenas me permitía tragar, como para poder hablar.

Me acerqué al escritorio, le arranqué la carta de las manos y salí del despacho con el corazón hecho añicos.

Cerré la puerta y me apoyé contra ella deshecha. Las lágrimas que había conseguido aguantar hasta ese momento comenzaron a derramarse por los laterales de mis ojos al principio, pero, a los pocos segundos, se desbordaron por completo cayendo en ríos calientes que atravesaron mis mejillas y se juntaron en mi barbilla para luego descender por mi pecho.

Con los ojos borrosos, salí corriendo de allí escaleras arriba.

En ese despacho se había quedado mi esperanza de que alguna vez pudiéramos volver a tener una relación de padre e hija.

Sabía que una vez que me marchase de esta casa, no volvería nunca.

Desde que mi madre había muerto ya no quedaba nada para mí en ella.

Capítulo 2

No era que no me gustase el sexo

Matt

Cada vez me costaba más fingir.

Me di cuenta de ello al traspasar las verjas de la mansión de mis padres.

Antes, cuando todavía vivía con ellos, solía empezar a agobiarme cuando estaba dentro de casa, pero que el agobio empezase tan pronto, era nuevo.

Lo había sentido en el mismo momento en el que me había sentado en el coche.

¡Qué narices! ¿A quién quería engañar? Llevaba días agobiado por tener que ir a cenar con ellos. Exactamente, desde el momento en el que mi padre me había llamado y me había pedido, por decirlo de alguna manera, porque había sido una orden, que fuese a cenar a casa ese viernes.

Aparqué el coche y me apoyé sobre el volante, mirando a través del cristal hacia la casa, mientras trataba de encontrar la fuerza suficiente como para poder pasar por aquella visita.

Después de dos minutos, comprendí que no iba a encontrarla nunca.

Solo me quedaba la opción de enfrentarme a ello.

Así que, salí del coche y subí la muy ostentosa escalinata de piedra que llevaba hasta la puerta de entrada.

La casa en la que me había criado, que había pertenecido a nuestra familia durante generaciones, siempre se había parecido más a un museo que a un verdadero hogar, y parecía que era al único que le molestaba.

Aunque tenía llaves, llamé a la puerta por educación, ya que para mi suerte ya no vivía allí. Ni siquiera sabía muy bien cómo había convencido a mi padre de ello.

—Buenas noches, Daira —dije al ama de llaves cuando abrió la puerta.

—Matty —me saludó con una enorme sonrisa y se abalanzó sobre mí para darme un beso en la mejilla con apretón incluido.

—Daira… —me quejé. Odiaba que me llamasen Matty, pero le devolví el abrazo.

—Alguna ventaja debería tener haberte visto crecer. No me quites el placer de llamarte como me gusta.

—Tienes toda la razón. No lo haré.

Le lancé una mirada cargada de cariño. Me gustaba mucho ver a Daira. No todas las personas que vivían en esa casa eran frías, y debía recordármelo.

—Entra, anda —me ordenó apartándose de la puerta para que pasara.

—¿Sabes dónde está mi padre? —le pregunté al pasar por su lado.

—Está en su despacho.

—Gracias, Daira —le dije dándole un suave beso en la mejilla antes de encaminarme hacia allí.

El despacho de mi padre estaba en la planta baja de la casa, al fondo del ala derecha.

Cuando llegué frente a su puerta de madera no me permití ni un segundo de duda y llamé.

Sabía que si me paraba a pensarlo, no lo haría. No me apetecía hablar con él. Toda nuestra relación no era más que una actuación. No había nada de real en ella. Al menos, por mi parte.

—Adelante —me dio paso, desde dentro, a los pocos segundos de llamar.

Bajé el pomo de la puerta y entré.

La oficina estaba construida en su mayoría por rica madera. Era un lugar impresionante. Lleno de esculturas, cuadros en las paredes y un montón de adornos innecesarios. Era tan impresionante que bien podría haber estado en cualquier universidad, despacho de abogados, o en la gerencia de una gran empresa.

Sin embargo, era desmesurada para ser la oficina particular de una persona. Por mucho que esa persona fuera el propietario y director general de una gran empresa del país.

Me abstuve de poner los ojos en blanco. A nadie le interesaba conocer mi opinión.

—Matthew —me saludó cuando entré a su oficina.

¿En serio? ¿Por qué seguía llamándome por mi nombre completo, si sabía que lo odiaba? Era el único que lo hacía. De hecho, en más de una ocasión había llegado a plantearme que lo hacía para tensar la cuerda. Para ver cuánto era capaz de aguantar sin explotar. Nuestros encuentros eran siempre tan ridículos.

Mientras miraba a mi padre, el tatuaje que tenía en el brazo, y que solo me había hecho por el placer de hacer algo que yo quería, de hacer algo que si se enterase, haría que se volviese loco, me quemaba.

A veces sentía la tentación de enseñárselo, de enseñarle la clase de persona que era de verdad, lo que realmente me gustaba, lo que de verdad quería, pero nunca me había atrevido a hacerlo. No sabía si alguna vez osaría hacerlo.

—Padre —le devolví el saludo y fui a sentarme en una de las sillas colocadas frente a su escritorio.

—Ya te queda poco para empezar el curso —dijo quitándose las gafas de metal que llevaba, dejándolas sobre la mesa de madera maciza y echándose hacia delante en la silla para mirarme—. ¿Has estado repasando la materia que te mandó mi secretaria y que deberíais tratar en el siguiente curso?

Me abstuve de poner los ojos en blanco. ¡Como si yo pudiese decidir qué temas íbamos a tratar en la universidad el siguiente semestre! Tuve ganas de responderle que había borrado sus correos de mierda, en los que ni siquiera me preguntaba cómo estaba, según me habían llegado a la bandeja de entrada, pero en vez de eso, respondí:

—Claro. Me ha parecido un tema muy interesante. Estoy seguro de que nuestro profesor lo tratará durante este trimestre. ¿Qué otra materia nos iba a enseñar si no? —le pregunté con sarcasmo, aunque mi padre no lo pilló.

No le interesaba si estaba o no de acuerdo. A él solo le interesaba que hiciese lo que quería. Nada más. No me conocía, pero no lo hacía porque tampoco le interesaba. No quería descubrir quién era yo. No quería descubrir qué me gustaba, qué me motivaba, qué hacía que me levantase cada día de la cama, cuál era el sentido de la vida para mí.

Ambos éramos unos extraños el uno para el otro.

No sabíamos comportarnos de otra manera.

No queríamos comportarnos de otra manera.

Después del intercambio de palabras, nos quedamos en silencio.

Unos años antes hubiese tratado de llenar el silencio con preguntas o comentarios, pero dado que él siempre se mostraba distante y molesto por mis interrupciones, hacía tiempo que había comprendido que solo servía para gastar mi tiempo y energía, por lo que había dejado de intentarlo.

Cuando llegaba a casa e iba a su despacho, me sentaba frente a su silla y me dedicaba a mirar mi teléfono, ver un vídeo en YouTube, mirar Instagram o mandar unos mensajes, hasta que, por fin, llegaba la hora de cenar. Porque, por algún extraño motivo que no alcanzaba a descifrar, mi padre quería que estuviera allí con él, pero que no lo molestase.

Puede que sí que me quisiera de una manera retorcida.

Lo triste era que hacía tiempo que había desistido de tratar de averiguarlo. Solo quería pasar el mínimo tiempo posible en esa casa.

Cuando sonó el timbre de la puerta, después de lo que se me antojó una eternidad, di gracias al señor y me levanté de la silla como un resorte. No aguantaba ni un segundo más dentro de esa oficina con ese ambiente opresor sobrevolando por encima de nuestras cabezas e impregnando cada rincón.

Sentí que mi padre se levantaba también de su silla, pero no me detuve a esperarlo. De hecho, casi salí corriendo hacia la entrada.

Necesitaba una distracción, necesitaba que la noche acabase de una vez.

Cuando llegamos a la puerta principal, Daira ya había abierto a mi novia y a sus padres.

Cuando Macy me vio, me dio un beso en la mejilla, y, aunque el gesto me extrañó, no dije nada. Supuse que lo había hecho porque nuestros padres estaban delante.

Me di cuenta de que llevábamos sin vernos más de una semana.

Mi madre se acercó hasta donde estábamos y la envolvió en sus brazos con la misma efusividad que si llevase meses sin verla.

A pesar de que mi progenitora no me había visto todavía, decidió saludar a Macy antes que a mí. Lo cual no era nada extraño, pero no por eso me hacía gracia.

Reconozco que unos años antes me habría molestado su forma de comportarse, pero ahora no lo hacía. Ya había asumido que no era una mujer cariñosa. Al menos, no con su familia.

Sin embargo, en ese momento, me sentí aliviado de que, con la llegada de Macy y de sus padres, la atención se desviase de mí y pudiese pasar desapercibido.

En ese momento, ser invisible habría sido un superpoder de la leche. No me apetecía nada estar allí y cada interacción me costaba un mundo.

Después de los saludos, abrazos y palmadas en la espalda entre nuestros padres en el recibidor, pasamos al comedor.

La estancia era grande, llena de muebles antiguos y ornamentados. La mesa estaba puesta con infinidad de cubiertos y adornos inservibles. Parecía una mesa preparada para una boda, más que para una cena informal entre amigos. Lo que me recordó que mis padres no hacían nada informal. Para ellos todo contaba, para ellos solo importaba la imagen que proyectasen en los demás.

Mientras cenábamos con los padres de Macy, que eran los mejores amigos de los míos, apenas era capaz de concentrarme en la conversación. Todo me parecía demasiado impostado.

Odiaba que mi padre se esforzase por parecer perfecto delante de todos. Delante de todos los que no fueran su familia, claro. El resto del tiempo, cuando no había ninguna visita, mi padre se dedicaba a vivir su vida y a comunicarse con mi madre o conmigo lo mínimo imprescindible.

Hubo un tiempo, siendo pequeño, en el que eso me molestaba. Hubo un tiempo en el que solo quería la atención de mi padre sobre mí, y no la atención de las muchas niñeras que me habían criado a lo largo de los años. Muchas veces me preguntaba si nunca le había dicho que era lo que realmente quería hacer con mi vida porque, en cierta manera, me gustaba que me aprobase. Que, aunque fuera en pocas ocasiones, algunas veces su mirada orgullosa recayera sobre mí.

Esas ocasiones eran tan escasas y duraban tan poco tiempo, que muchas veces me había planteado si solo me había imaginado que me miraba con orgullo; si solo veía en sus ojos lo que quería ver.

Lo que mi padre quería de mí se resumía a tres gigantescas cosas: que estudiase Empresariales y dirigiese la empresa familiar cuando acabase la universidad, que me casase con Macy, mi novia de toda la vida, y que no salpicase nuestro apellido con ningún escándalo.

Podía parecer sencillo, pero para mí era todo un mundo.

Yo solo deseaba una cosa para ser feliz: ser jugador de hockey profesional. Competir en las grandes ligas.

Era fácil. El hockey era mi pasión y estaba dispuesto a esforzarme todo lo que fuese necesario para lograrlo.

Como ahora, mientras los escuchaba hablar o, mejor dicho, mientras los oía de fondo. Casi como si fueran una música molesta, que no me dejaba pensar en ganar a Princeton. Los muy cabrones nos habían arrebatado el título en la Frozen Four del año anterior. Ganarles este año era lo único que tenía en mente. Aunque, antes de llegar a ello, tenía que conseguir que nuestro equipo derrotase a un montón de rivales importantes.

—¿Te apetece que veamos una película después de cenar?

La pregunta de Macy, que estaba sentada a mi lado, me sacó de golpe de mis pensamientos.

La observé por primera vez en toda la cena.

Llevábamos tanto tiempo juntos que muchas veces me olvidaba de ella. Estábamos tan acostumbrados a estar el uno con el otro, que muchas veces llegaba a sentir que estaba solo cuando nos encontrábamos juntos.

Prácticamente nos habíamos criado juntos. Nuestros padres siempre habían sido amigos. Habíamos ido a la misma guardería, al mismo colegio y a la misma universidad. Siempre habíamos tenido los mismos amigos y, cuando nuestros padres empezaron a insinuar que deberíamos estar juntos, nos dimos una oportunidad, y, aquí estábamos. Cinco años después.

Al mirarla, me di cuenta de que parecía tener tantas ganas de estar allí como yo.

—Vale —le respondí sin mucho interés. La verdad es que no me apetecía quedarme con ella. Me apetecía regresar a mi casa y tumbarme en el sofá con mis compañeros de piso y equipo, para ver unos partidos juntos—, pero no quiero llegar muy tarde —se me ocurrió añadir en el último momento.

Cuando terminó la cena, Macy y yo nos fuimos a su casa. Vimos la película que ella quiso, ya que no me apetecía discutir, y las dos horas que duró se me hicieron eternas.

Cuando terminó, y ella intentó que nos acostáramos, tuve que decirle que no me encontraba bien para poder marcharme.

No era que no me gustase el sexo.

Me gustaba.

Solo es que no me parecía tan maravilloso como todo el mundo decía.

Cuando por fin llegué al piso que compartía con mis amigos, me lancé en la cama y cerré los ojos.

Ya no tenía ganas de nada. Estaba exhausto de tanto fingir.

Capítulo 3

Hala, ahora ya puedes volver

Sarah

Lo primero que hice cuando me bajé del avión, tras pasar más de siete horas seguidas sentada allí dentro, después de estirarme, por supuesto, fue encender el teléfono y llamar a Dan.

Contestó al teléfono a los dos tonos.

—Sarah —dijo con voz alegre—, me alegro mucho de que hayas llegado viva. Hala, ahora ya puedes volver.

Me reí porque no podía hacer otra cosa.

—Si tienes tantas ganas de verme, lo mejor será que te cambies de universidad ya.

—Muy graciosa, pero no cuela.

—Bueno, ahora que ya te he llamado según he aterrizado como prometí, te dejo, que acabo de ver la cinta con las maletas. Voy a ver si soy capaz de pescar las mías.

—Suerte. Llámame cuando estés en la residencia.

—Lo haré. Te quiero.

—Y yo a ti.

Colgué, bloqueé el teléfono y me lo guardé en el bolsillo para tener las dos manos libres. A continuación, me metí entre toda la gente que esperaba para poder estar cerca de la cinta. Tener que cazar las maletas era una de las cosas que más me había preocupado de mi viaje, pero, la verdad, fue bastante sencillo, con la cantidad de cintas de colores que les había atado a las asas. Así no me costó ningún trabajo distinguir mis maletas de entre todas las de los demás.

Me sentí un poco más segura cuando las tuve, como si tuviera un problema menos que resolver.

Con una bolsa colgada cruzándome el pecho y una maleta gigante a cada lado de mi cuerpo, me dirigí hacia la salida, al otro lado de los tornos, al sitio donde estaba esperándome mi tío.

Cuando llegué, no me hizo falta esforzarme para encontrarlo. Sobresalía por encima de todos los demás. No solo porque era mucho más alto y guapo que cualquiera de los que esperaban allí, sino por lo especial que era para mí.

Cuando sus ojos azules se encontraron con los míos verdes, sentí una punzada en el corazón. Se parecía tanto a mi madre que era casi doloroso mirarle, pero, a la vez, me hacía sentirme en casa. Algo que hacía años que no sentía.

No tengo muy claro cuál fue el primero en correr hacia el otro. Solo recuerdo que, en un segundo le estaba mirando de lejos, y al segundo siguiente, estaba envuelta en sus brazos.

—Sarah… —susurró contra mi pelo.

Solo pude retener las lágrimas que llevaban un tiempo amenazando con desbordarse de mis ojos.

—Tío —dije. Esa simple palabra estaba cargada de significado.

Estaba cargada de un te quiero, de un cuánto tiempo llevábamos sin vernos, de un te he echado de menos.

No nos dijimos nada porque no hacía falta. Sobraban las palabras. En ese aeropuerto, al que ni siquiera había echado un vistazo, a dos mil ochocientas sesenta millas del lugar donde había crecido, en los brazos de mi tío, me sentí lo más cerca del hogar que había estado desde la muerte de mi madre.

Sentí, no por primera vez, que había tomado una buena decisión yéndome allí.

Había dejado todo atrás. No volvería a pensar en mi padre. No cuando tenía todo un nuevo futuro en blanco ante mí. No cuando la historia de mi vida estaba a punto de ser escrita por mi puño y letra.

Cuando nos separamos del abrazo, luchamos entre nosotros por quien iba a llevar las maletas.

Mi tío quería encargarse de llevarlas todas y que yo no hiciera nada.

Era tan ridículo.

Le recordé por millonésima vez que ya no era una niña y que no podía tenerme entre algodones. Quería vivir mi propia vida por encima de todo. Tomar mis propias decisiones, aunque no fueran acertadas. Había pasado demasiado tiempo haciendo lo que otros querían, solo por el hecho de tenerles contentos y, encima, ni aun así había conseguido que me valorasen. Había aprendido la lección. Iba a vivir de ahora en adelante por y para mí, y, si de verdad le importaba a alguien, estaría a mi lado por cómo era yo.

Caminamos hasta el coche sumidos en una agradable conversación. Poniéndonos al día de las muchas cosas que nos habían sucedido.

Él me habló sobre todo de lo mucho que le gustaba ser el entrenador de los Bulldogs de Yale. Había sido su sueño desde que era muy joven y, por fin lo había conseguido hacía unos años.

Yo le repetí lo contentísima que estaba de que me hubieran aceptado en Yale para estudiar Medicina.

Fue maravilloso hablar con una persona que no fuese Dan y que realmente estuviese encantado de escuchar lo que quería y necesitaba.

Seguimos hablando incluso cuando guardamos las maletas y nos montamos en el coche camino de la universidad.

—Esta es tu residencia —dijo mi tío Mike agachando la cabeza para poder mirar a través del cristal delantero del coche.

Miraba la residencia con el ceño fruncido. No había que ser muy avispado para darse cuenta de que no le gustaba que me quedase allí. Tampoco era que se hubiese preocupado de ocultarlo.

—Pareces encantado —comenté—. ¿Se puede saber qué te ha hecho mi residencia para que la mires con esa cara? —pregunté tratando de aligerar el ambiente.

—Ya sabes lo que pienso —dijo lanzándome una mirada­—. Creo que deberías vivir en casa conmigo.

—No. Quiero vivir la experiencia universitaria de verdad. No quiero estar debajo del ala de mi tío.

—No iba a estar encima de ti. Mi casa es enorme y hay sitio de sobra para los dos.

—No. Bastante he hecho aceptando ayudarte con tu equipo de hockey.

—Ya, claro. Después de rechazar que te diese dinero, casi me obligaste a buscarte un empleo.

—Ya sabes cómo soy.

—Sí, eres igual de inteligente, luchadora y divertida que ella —indicó antes de envolverme en un abrazo apretado.

Las lágrimas se me acumularon en los ojos de nuevo. Todavía dolía tanto pensar en mi madre. De hecho, no imaginaba un tiempo en el que pensar en ella no me doliese.

Nos quedamos en silencio dentro del coche. Proporcionándonos el uno al otro el cariño que necesitábamos.

Después de unos minutos nos separamos.

—Vamos a sacar las maletas —me dijo acariciando mis mejillas con la voz cargada de amor.

—Perfecto —respondí encantada. Empezaba a emocionarme.

Sacamos las maletas y, cuando me colgué la tercera en el pecho, mi tío se dio cuenta de que no quería que me acompañase.

—Quieres subir sola, ¿verdad? —Más que una pregunta era una afirmación.

—Sí —respondí haciendo el gesto con la cabeza—. No me apetece que mi nueva compañera de habitación piense que necesito a mi tío para subir tres maletas. ¿Cómo me haría ver eso? —le pregunté con una media sonrisa.

—No te vas a librar del todo de mí.

—No quiero hacerlo.

—Más te vale. ¿Vienes a cenar el viernes a casa?

—Me apetece mucho —le respondí sonriendo.

—Te llamo el jueves para concretarlo.

—Vale. Venga, vamos. Vete —le dije haciendo gestos con las manos hacia el coche.

Mi tío resopló y puso los ojos en blanco, pero luego se acercó a mí para despedirse.

—Te quiero, pequeña —me indicó depositando un beso sobre mi frente.

—Y yo a ti.

—¡Las llaves! —exclamé de pronto cuando recordé que no me las había dado.

Había tenido la suerte de que mi tío, al trabajar para la universidad, le habían dado mis llaves para que no tuviera que ir a Administración a recogerlas.

—Toma —dijo sonriendo con picardía mientras se las sacaba del bolsillo. No parecía que se hubiera olvidado de dármelas, sino más bien que no había querido dármelas. Era tan tonto…, como si eso fuese a evitar que viviese en la residencia.

Le observé mientras se alejaba de la acera y se metía en el coche.

Después me quedé mirándole mientras se alejaba por la preciosa calle.

Y, entonces, solo entonces, me permití mirar a mi alrededor.

La calle era estrecha, con aparcamientos a ambos lados de la carretera. En la acera había árboles cada tres o cuatro metros también a los dos lados.

Me di la vuelta y miré el edificio de piedra rojiza y me maravilló. Era una construcción preciosa, antigua, pero conservada de una manera impecable. Agarré fuerte las maletas y, tomando una bocanada de aire, me armé del valor suficiente para entrar dentro.

Este era el primer día de mi nueva vida.

Entré a la residencia.

Como todavía faltaban un par de semanas para que empezasen las clases, no me crucé con muchas personas por el pasillo e, incluso, subí sola en el ascensor hasta la tercera planta.

Cuando me bajé del ascensor, caminé hasta la puerta de la que sería mi casa durante por lo menos el próximo año. Metí las llaves pensando en si mi compañera de cuarto estaría ya y, sobre todo, pensando en cómo sería. Quizás, me di cuenta, esa debería haber sido una de mis mayores preocupaciones, pero ahora era demasiado tarde para ponerme a pensar en ello.

Cuando abrí la puerta del cuarto, lo primero que vi fue a dos chicas semidesnudas besándose como si se quisieran comer. Una de ellas tenía a la otra en brazos y la apretaba contra la pared.

Cuando escucharon que alguien había entrado, dejaron de besarse y me miraron con los ojos abiertos como platos.

No lo pude evitar y me eché a reír; no solo por la cara con la que ambas me observaban, sino porque me parecía que no se podía conocer a una persona por primera vez de manera más íntima.

Una de las dos, la que era más baja, cogió un par de prendas del suelo y salió disparada a lo que supuse que era el baño; a juzgar por los azulejos que vi antes de que cerrase la puerta.

Cuando se encerró dentro, desvié la mirada para clavarla en la otra chica, en la que permaneció frente a mí, con las tetas al aire y el ceño fruncido.

Me estudiaba con curiosidad.

No es que su mirada fuese amistosa, pero tampoco era del todo hostil, más bien daba la sensación de que no tenía muy claro cómo comportarse conmigo.

Estaba esperando a que fuese yo la que diera el primer paso.

—Hola, me llamo Sarah —saludé tendiéndole la mano, justo cuando la puerta del baño se abría y la chica morena salía del él sonrojada hasta las puntas de los pies.

—Amy —dijo estrechando mi mano.

—Yo soy Ellen —se presentó la otra chica cuando llegó frente a nosotras.

Nos quedamos en silencio, durante unos segundos, hasta que no pude evitar volver a reírme a carcajadas. Les acababa de pillar acostándose juntas y Amy todavía estaba con las tetas al aire. No era así como esperaba conocer a mi compañera de piso.

—Esto tiene que contar por lo menos, como si nos conociésemos desde hace un mes —les dije entre risas.

Pude ver que ambas se relajaron ante mi comentario. Incluso Amy, que parecía mucho más tensa que Ellen, se relajó y se agachó para recoger su camiseta y el sujetador, y ponérselos.

—Se diría que sí —respondió Ellen avergonzada, pero en el fondo se veía que, cuanto más se relajaba, más gracia le parecía que tenía el asunto.

Decidí quitarle hierro a la situación pasando a otro tema. Tampoco es que fuera nada del otro mundo pillar a una pareja a punto de acostarse.

—¿Esa es mi cama? —pregunté señalando la que estaba vacía.

—Sí —respondió Ellen asintiendo con la cabeza.

Me acerqué a la cama y dejé la maleta que tenía colgada del cuello.

—Hay que ver cómo pesa. No aguantaba ni un segundo más —comenté.

—Odio los momentos tensos —dijo Ellen mientras le daba la mano a Amy y se acercaba un poco más hacia mí—. ¿Podemos olvidarnos de lo que acabas de presenciar? —preguntó en voz baja y llena de esperanza.

Me reí.

—¿Por qué íbamos a hacerlo? El amor hay que disfrutarlo y parecía que os lo estabais pasando muy bien —indiqué divertida, y hasta mis oídos llegó la risa de Amy—. Era solo cuestión de tiempo que acabásemos viéndonos desnudas. Es lo que tiene convivir con la gente. Lo que puedo prometer es que a partir de ahora llamaré a la puerta antes de entrar.

—Llevábamos un par de días solas y, claro, es lo que pasa —se excusó Amy.

Pero no hacía falta. Me parecía de lo más normal del mundo que estuvieran actuando como si no tuviese compañera, porque, de hecho, hasta ese momento no la tenían.

—¿Cuál de las dos es mi compañera de cuarto? —pregunté más relajada. Daba la sensación de que toda la tensión que había existido en el ambiente se había empezado a disipar cuando comenzamos a hablar.

Me alegraba mucho de ello. Quería poder estar a gusto en mi nuevo hogar y con mi compañera. Estaba segura de que si, las dos poníamos de nuestra parte, la convivencia sería mucho más sencilla.

—Yo —dijo Ellen lanzándome una sonrisa.

—Maravilloso —respondí.

—Pero yo también estaré mucho por aquí —apuntó Amy mientras evaluaba mi reacción—. ¿Qué? —preguntó cuando Ellen le dio un codazo para reprenderle por su dureza—. Me gustaría dejar las cosas claras, cariño.

—Me gustan las cosas claras —respondí—. No tengo inconveniente mientras nos respetemos.

—Bien —dijo Amy sonriendo por primera vez desde que nos habíamos conocido—. ¿Qué vas a estudiar?

Supuse que había reaccionado de una manera que a ella le gustaba, porque su actitud cambió por completo y empezó a interesarse por mí.

Desde ese momento comenzamos a hablar entre las tres.

Me pusieron al día de todo lo que había que saber sobre el campus. Me explicaron muchos trucos que me parecieron interesantes, mientras deshacía las maletas y hacía de ese espacio anodino que me correspondía, un hogar para mí.

Descubrí que Amy era de segundo año y estaba estudiando Bellas Artes; que Ellen era de primero y estaba estudiando Medicina, como yo, aunque todavía no sabía qué especialidad de todas le gustaba más; que llevaban juntas cuatro años, y que era muy sencillo estar con las dos.

Eran agradables, de conversación fácil y muy diferentes la una de la otra.

También me di cuenta, por la forma en la que se miraban, que estaban enamoradas de la otra hasta la médula.

Sentí envidia de ellas, pero no envidia de la mala que te hace querer destruir algo. Envidia porque me moría por saber cómo se sentiría que alguien te mirase como si fueses su todo, y envidia por saber cómo se sentiría mirar así a alguien.

Tenía la esperanza de poder sentirlo alguna vez.

La tarde se pasó muy rápido y, para cuando quise darme cuenta, acabábamos de cenar unas pizzas y me estaba metiendo en la cama.

Mientras estaba tumbada bocarriba, mirando el techo con las manos sobre el estómago, no podía dejar de pensar en cómo sería mi vida a partir de ahora. Sabía que adaptarme a un sitio nuevo, tan lejos de lo que conocía, no resultaría fácil. Podía notar el miedo, el vértigo en el estómago, pero sabía que merecería la pena. No era feliz con la vida que había llevado hasta ese momento, ni en el lugar en el que había estado. Así que, ahí estaba ahora, dispuesta a cambiarlo.

No más vivir para los demás, viviría para mí misma.

Lucharía por cambiar lo que no me gustaba de mi vida.

Lucharía por convertirme en médica.

Lucharía por ser feliz.

Capítulo 4

Fascinante. Me pareció fascinante

Sarah

La mente es caprichosa.

Los sentimientos son caprichosos.

La prueba de ello era cómo me sentía ese día.

Me había levantado triste. Sin ganas de hacer nada. Con el único deseo de colocarme la almohada sobre la cabeza para que la luz que se empeñaba en señalar que había nacido un nuevo día se ocultase y pudiera seguir durmiendo hasta el día siguiente.

Me estaba costando adaptarme más de lo que había pensado.

No entendía cómo era posible que, estando en el lugar que había decidido que quería estar, aun así, fuera incapaz de sentirme feliz y plena.

Supuse que se me había juntado todo.

Traté con todas mis fuerzas de no pensar en la fecha que era.

No debería de importar.

La pérdida de mi madre dolía cada día. Incluso tenía miedo de que un día dejase de doler. Me daba miedo que eso significase que la había olvidado y ella no se merecía eso.

Había sido lo mejor de mi vida. La amaba. Casi me gustaba sentir ese dolor sordo en el centro de mi pecho que me recordaba que ella había sido real, que había vivido conmigo, que había existido.

Ese era uno de esos días en los que necesitaba mantenerme ocupada. Necesitaba empujarme a mí misma para seguir adelante. Obligarme a hacer cosas, incluso cuando no me apetecía.

Me levanté de la cama. Me enfundé unos pantalones cortos, una camiseta de tirantes y las deportivas. Cogí las llaves de mi bolso y salí a correr.

Si algo podía conseguir animarme ese día, sería una buena dosis de endorfinas.

Cuando regresé a casa, después de correr seis millas, me sentía mucho mejor. Mucho más enérgica y animada.

Charlé un rato con Ellen que acababa de despertarse.

Me gustaba su manera pausada y suave de ser.

No pudimos hablar durante mucho tiempo porque yo tenía una necesidad real de pasar por la ducha.

Fui hasta mi armario, cogí el neceser que contenía todo lo que me hacía falta para darme una buena ducha relajante, y me encerré en el baño.

Ese día necesitaba consentirme para mejorar mi estado de ánimo.

Al principio, todo lo que hice funcionó.

La primera parte del día la pasé bastante bien. Tuve la cabeza ocupada y el cuerpo lo suficiente cansados como para que no me diese guerra, pero, a medida que el día avanzaba, la tristeza comenzó a colarse de nuevo en mi interior.

Cuando, a eso de la seis de la tarde, comprendí que igual lo que tenía que hacer era sentir mi tristeza para poder superarla, supe cuál era el mejor lugar del mundo para hacerlo: la pista de hielo.

Cogí mis patines, me puse ropa de abrigo y caminé hasta allí.

Una de las primeras cosas que había mirado antes de mudarme, era dónde estaba la pista de hielo de la ciudad. Estaba un poco lejos de donde vivíamos, pero el paseo me vino bien.

Pagué la entrada y me puse los patines sentada en un banco.

Cuando puse el primer pie en la pista, cuando el sonido de la cuchilla sobre el hielo llegó hasta mis oídos, cuando sentí el suave deslizar de mi cuerpo libre como si no pesase nada, y el viento a mi alrededor, mi mente se vació.

Me quedé sola en mi mundo sintiéndolo todo.

Matt

Había tenido un día de mierda.

La noche anterior mi padre me había llamado para decirme que quería presentarme a los hijos de unos nuevos accionistas de su empresa.

Por supuesto, aunque no me apetecía nada hacerlo, había tenido que decir que sí.

No sabría decir si había sido la única persona de la reunión en el puto club de golf —en serio, ¿se podía ser más esnob?— que se había dado cuenta de que no encajaba allí.

Por lo menos, para mí, había sido muy obvio.

No me interesaba nada de lo que hablaban. Por supuesto que me enteraba. No por nada estaba haciendo la carrera de Empresariales, pero la verdad era que casi no los escuchaba, o por lo menos trataba de hacerlo lo menos posible.

Me sentía mucho más a gusto con mis amigos a los que más o menos les gustaban las mismas cosas que a mí y que, sobre todo, no llevaban la vida ni tenían la mentalidad de unas personas de cuarenta años.

Quizás, mi padre debería coger a uno de esos chicos bajo su ala y enseñarle a manejar la empresa cuando él se jubilase. Puede que no fuesen de la familia, pero desde luego lo harían muchísimo mejor que yo. Sobre todo, porque querían hacerlo.

Las casi cuatro horas que duró la reunión se me antojaron eternas.

Cuando por fin acabamos, pasé por casa a cambiarme de ropa y me largué a la pista de hielo de la ciudad a patinar.

Necesitaba desahogarme. Necesitaba sentirme en casa y nada me hacía sentirme más así, que estar sobre el hielo.

Patinar era a la vez mi pasión y mi terapia. El hielo era mi vida.

Solo me hizo falta poner una cuchilla sobre la pista para notar como toda la tensión que tenía sobre los hombros se me relajaba.

Patiné durante unos minutos absorto en mis pensamientos. Disfrutando de la sensación del frío golpeando mi cara. De la sensación de vacío y placer en mi mente. Era como si todos mis problemas se quedasen atrás cuando estaba sobre el hielo. Como si patinase tan rápido que no pudieran alcanzarme. Era liberador.

Después de unos minutos de introspección, me fijé un poco más en lo que me rodeaba.

No sabría decir lo que me llamó la atención de ella. Si fue la manera sosegada y fluida con la que patinaba, la forma en que los movimientos de su cuerpo parecían casi estar contando una historia. Si fue porque por su postura y forma de patinar diese la sensación de que le resultaba tan natural patinar como respirar, o la tristeza y fuerza que emanaba de su ser.

Pero el hecho fue que, desde el momento en el que la vi en la pista, fui incapaz de apartar los ojos de ella.

No dejaba de preguntarme qué era lo que le sucedía.

Con cada vuelta que daba, mi curiosidad crecía.

Hubo vueltas en las que fui detrás de ella. Vueltas en las que fui por delante, e, incluso, hubo algunas, en las que fui a su lado.

En ningún momento dio la sensación de que fuese consciente de que yo existía, ni tampoco que ninguno de los que estaban en la pista lo hicieran.

Daba la sensación de que estaba sola allí.

Era doloroso mirarla.

Tenía el pelo marrón claro; a veces rubio, dependiendo de cómo la luz reflejase sobre él, y lo llevaba recogido en un moño encima de la cabeza. Algunos de los mechones se le habían soltado y caían por su cuello, por su cara.

Me picaban las manos de ganas de apartárselos.

Mientras la miraba, recordé que había quedado y levanté la vista para ver la hora en el reloj gigante que había en uno de los laterales de la pista. Eran más de las nueve de la noche. Pronto cerrarían. ¿Es que se iba a quedar allí hasta entonces?

Salí de la pista para poder mandar un mensaje. Quería avisar a Erik de que me había surgido un imprevisto y que llegaría un poco más tarde.

Cuando terminé de mandar el mensaje, me quedé sentado en las gradas observándola. ¿Por qué parecía tan triste?

Después de unos veinte minutos y de darle muchas vueltas a la cabeza, me armé de valor y salí al hielo con la misión de descubrir qué era lo que le pasaba. Si era el único que me había dado cuenta de que estaba mal, era casi mi obligación ayudarla. Averiguar qué era lo que le sucedía.

Me deslicé por el hielo hasta casi ponerme a su lado.

De nuevo, no reparó en mi presencia.

Di un par de vueltas fijándome en las pocas personas que quedaban ya en la pista. Apenas faltaba tiempo para que cerrasen.

Me sorprendió que nadie la mirase. ¿Cómo podía no darse cuenta el resto de la gente de lo triste que parecía?

Cuando por fin me armé de valor, me puse a su lado y la miré.

Me impactó ver que tenía lágrimas corriendo por sus mejillas.

Ahí fue cuando no pude contenerme más.

—¿Por qué estás llorando? —me interesé sin poder retenerme.

Quizás, lo más prudente habría sido saludarla primero. No sé. Hacer algo menos agresivo. Pero mi boca actuó más rápido que mi mente. Era algo que me sucedía muy a menudo.

—¿Qué? —preguntó ella mirándome como si no supiera muy bien de dónde había salido.

Como si justo en ese momento se hubiera dado cuenta de que no estaba sola.

—Te he preguntado que por qué estás llorando —repetí con suavidad. No quería asustarla. Quería conseguir que confiase en mí.

No sabría decir por qué tenía esa necesidad, pero la tenía. Tampoco era el momento de analizarlo. No cuando tenía entre manos un misterio que resolver.

—Ah… —dijo y la observé mientras se llevaba las manos a la cara, atrapaba una lágrima y se miraba los dedos llena de incredulidad. Era como si no fuera consciente de que lloraba, hasta que se lo había indicado.

Fascinante. Me pareció fascinante.

—¿Un día duro? —le pregunté para tratar de hacerla hablar cuando deduje que no iba a añadir nada más.

—Algo así —respondió haciendo un gesto con los hombros, como si no quisiera darle importancia.

Se pasó las mangas de la camiseta por la cara para deshacerse de la prueba de su dolor.

—Está bien. Si no te apetece hablar, empezaré yo.

La chica giró la cabeza sorprendida por mi comentario y estrechó los ojos sobre mí como si tratara de analizarme.

Me reí. No pude evitarlo. Era yo el que la quería analizar a ella, no al revés.

—Hoy he tenido un día de mierda. Mi padre, al cual solo le importo para que lleve la empresa familiar cuando se jubile, me ha hecho tener una reunión interminable con los estirados de los nuevos accionistas y sus hijos. Ha sido una experiencia terrible. Me he sentido como un mono delicioso, en medio de un rebaño de lobos hambrientos —le confesé sin poder evitar que se me escapase una sonrisa.

—¿Rebaño? Querrás decir jauría —me corrigió con una sombra de sonrisa asomándose a sus labios.

Solo por eso, sentí que había merecido la pena contarle todas mis mierdas.

—¿Con eso es con lo que te has quedado? Yo que te acabo de abrir mi corazón —dije con fingida indignación señalándome el centro del pecho.

—No nos conocemos de nada —respondió, pero, aun así, por su tono noté que estaba divertida.

Había conseguido distraerla.

—Pues, por eso mismo. ¿Hay algo más fácil que contarle tus mierdas a un completo desconocido?

Ella me clavó los ojos y por mi mente se cruzó que nunca había visto un verde tan profundo como el suyo. Me dejó impactado.

—¿Sabes qué? Puede que tengas razón.

—Suelo tenerla —respondí esbozando una sonrisa gigante.

Sentí que había conseguido conectar con ella y no recordaba otro momento cercano en el que me sintiera tan feliz. En el que sintiera que había ganado algo. Me recordó al subidón que experimentaba después de ganar un partido. Fue electrificante.

Sarah

Hasta que él no me indicó que estaba llorando, no me di cuenta de que lo hiciera.

Fue desconcertante darme cuenta de eso: de que había estado tan metida dentro de mí misma que no había sido capaz de ver más allá. Pero, lo más desconcertante que me había resultado, era su manera de actuar conmigo. Parecía sincero. Parecía que de verdad le interesaba saber qué me pasaba, y tenía razón. ¿Qué más daba lo que le contase si éramos dos desconocidos?

Así que me lancé.

—Vengo de Washington. Me he ido de casa porque no aguantaba ni un segundo más allí. Tenía un novio al que no quería y que me puso los cuernos. Un padre que quiere que sea algo que yo no quiero ser y, desde que decidí que iba a perseguir mi sueño, en vez del suyo, se ha dedicado a ignorarme. Tampoco es que antes fuese más cariñoso. Estoy cansada de no ser suficiente para las personas. Y, ¿sabes qué? Lo que más me fastidia es que he venido hasta aquí, estoy haciendo todo lo que he soñado, y, aun así, me siento sola. Estoy triste. Es una mierda —terminé por fin. Una vez que había abierto la presa de mis emociones, habían salido todas a la vez.

—Es increíble —dijo con un tono lleno de incredulidad y algo parecido a la admiración.

Su tono hizo que girase la cabeza y le observase. Deseaba entenderle.

—¿El qué?

—Que te hayas atrevido a desafiar a tu padre y que te hayas largado de casa. Que sigas tus sueños.

Me encogí de hombros.

—No es increíble. No podía vivir ni un segundo más allí.

—Sigue siendo muy valiente. Yo no aguanto a mi padre. No quiero hacer lo que tiene pensado para mi futuro, pero, aun así, lo hago.

—A mí eso me parece más difícil que lo mío.

Ambos nos reímos.

Patinamos durante unos minutos en silencio. En un silencio cómodo, y eso me hizo que sintiese la imperiosa necesidad de decírselo. No sabría decir por qué. Solo que me hizo sentirme escuchada. Como si de verdad le interesase saber lo que me pasaba.

—Hoy es el aniversario de la muerte de mi madre.

—Joder… —Le escuché maldecir—. Eso es una mierda.

Que no me dijese que lo sentía, y que pareciese realmente molesto, tratándolo con normalidad, me hizo sonreír.

—Era por eso más que nada por lo que estaba llorando. Todavía sigue doliendo —confesé y sentí que era tan natural decírselo que me asusté.

Matt

Cuando salimos de la pista, con los patines colgados del hombro, no pude dejar de pensar en que ella se había atrevido a hacer todo lo que yo no podía.

¿Cómo coño había sido tan valiente de irse a miles de millas de su casa para estudiar lo que ella quería, en lugar de lo que su padre esperaba que hiciera?

Me parecía impresionante.

Desde que me lo había contado, no podía evitar mirarla de otra manera. Desde el respeto y la admiración.

Empezaba a ponerme ansioso. Estábamos a punto de despedirnos, a punto de que cada uno se fuese por su lado y no podía permitirlo sin antes asegurarme de que tendría la capacidad de volver a verla. Necesitaba conseguir su número o conseguir una manera de poder localizarla.

Joder, ni siquiera sabía su nombre, pero tenía claro que podíamos ser grandes amigos.

Los dos habíamos terminado ahogando nuestros problemas en la pista de hielo. Solo ese hecho nos hacía mucho más compatibles que el noventa por ciento de la población.

Cuando salimos a la calle había empezado a anochecer.

Ambos caminamos sin decir nada. Sumidos en nuestros pensamientos.

Yo iba pensando en la mejor manera de proponerle que volviéramos a vernos.

Cuando los dos nos quedamos en la acera mirándonos y vi que ella abría la boca, imaginé que para despedirse, comprendí que tenía que hacer algo. Era entonces o nunca.

—¿Qué te parece si me das tu número y te enseño la ciudad? —le pregunté de sopetón con voz estrangulada.

Maldije para mis adentros, ya que la pregunta sonó como sacada de una mala película de amor. Como si estuviera ligando con ella cuando solo quería conocerla más, que fuésemos amigos.

No tuve tiempo de explicarme mejor, ya que justo en ese momento mi teléfono comenzó a sonar. Lo saqué del bolsillo y vi que era Macy. Había quedado en llamarla hacía unas cuantas horas. Tenía que contestar.

—Dame solo un momento —le dije levantando el dedo índice, indicándole que no tardaría.

Me di la vuelta y me alejé unos pasos para tener privacidad.

—Macy.

—Matt.

El tono de su voz era cortante. Se notaba que estaba enfadada.

—Se me ha pasado llamarte.

—Ya lo he visto. ¿Vas a venir a ver algo esta noche?

—No, he quedado con los chicos, pero me puedo pasar mañana, si te apetece —le ofrecí tratando de suavizar el enfado que tenía.

La entendía: era un desastre.

Solía olvidarme muchas veces de llamarla y no tenía muchos detalles con ella. Si alguien me preguntaba, le diría que tener que novia era muy difícil. Tenía que hacer grandes malabarismos para sacar tiempo para estar con ella y siempre lo sentía como una obligación.

—Hecho. Me apetece mucho.

Sentí alivio de que pareciese más tranquila. Odiaba cuando se enfadaba.

—Mañana te llamo y quedamos —le dije ansioso, ya que quería acabar rápido.

—Hasta mañana.

Cuando al girarme descubrí que la chica de la pista de hielo no estaba por ningún lado, que se había marchado sin decirme nada, me asaltó de golpe una sensación de pérdida.

Me quedé allí de pie, en medio de la calle, como un idiota. Replanteándome de pronto toda mi vida. Pensando en cómo podría conseguir volver a verla.