PRÓLOGO

¿Había sido la decisión correcta?

6 de marzo de 2022

Rey Estefan III de Estein

Había días en los que era difícil no pensar en el pasado. Días en los que la decisión que tomé, hacía tantísimos años, me pesaba como una losa sobre el pecho que apenas me dejaba respirar.

¿Había sido la decisión correcta?

Nunca sabría la respuesta, porque nunca era la misma.

En ocasiones pensaba que había sido lo mejor para el reino, y otras veces estaba convencido de que había echado mi vida a perder.

Aunque no lo reconociese nunca, ni siquiera a mí mismo, la realidad era que ganaban los días en los que creía que había sido un idiota. A esa conclusión siempre le acompañaba una sensación de suciedad. Me hacía sentir irresponsable y egoísta, por lo que intentaba desprenderme del pensamiento muy rápido.

Me alejé de la ventana, desde la que observaba los jardines de palacio, y caminé por el amplio despacho, dudando.

Esa noche me podía la debilidad. Tenía que verla. No me bastaba con la imagen de su recuerdo. Necesitaba admirar una foto suya. Una o mil. Necesitaba leer sus conversaciones. Nuestras conversaciones.

Me acerqué al escritorio de madera maciza y ornamentada, situado en el centro de la estancia e, inclinado hacia delante, tecleé en el buscador mi antigua dirección de correo electrónico. Aquella que había creado para poder hablar con Catheryn.

Contuve el aliento, mientras se cargaba, y permanecí de pie, incapaz de sentarme. Como si aquello marcase una gran diferencia, como si estar cómodo mientras rebuscaba en el pasado fuese de alguna manera peor, una mayor traición para mi reino.

Tenía la tonta sensación de que así todo era menos real. Como si lo estuviera haciendo a medias.

Cuando la aplicación terminó de cargar y un nuevo mensaje sin abrir apareció en la bandeja de entrada, me senté en la silla. O me caí en ella. Sería incapaz de saberlo. Desde luego no fue un gesto cuidado, no como el resto de los que hacía. Un rey siempre era observado. Siempre. Vivir así era sinónimo de no tener nunca reacciones reales. Todas ellas eran siempre estudiadas, planificadas con cuidado para que pasasen por genuinas. Pero, en ese momento, en la soledad de mi despacho, uno de los pocos lugares en los que podía ser yo mismo, ni pude ni quise fingir que no estaba afectado.

Era la primera vez, en casi veinte años, que Catheryn se ponía en contacto conmigo. Dudé durante unos segundos sobre el mensaje antes de abrirlo. Porque sabía que, si existía una persona en este mundo que era capaz de tirar por tierra todos los fuertes cimientos sobre los que estaba edificada mi vida, esa era ella.

Catheryn.

Solo pronunciar su nombre en mi cabeza hacía que un torrente de sentimientos me recorriese. Sentimientos que tenía fuertemente guardados. El deseo, la alegría, el amor. Todo aquello no era compatible con ser rey. No en el lugar en el que yo gobernaba. En esta tierra solo se admitían personas con sangre azul, o por lo menos noble.

Y ella no tenía ninguna de las dos.

Pero era perfecta en todos los otros sentidos. Perfecta para mí.

Puede que fuera el ser humano con el que más había conectado en la vida.

Quizás, por eso, Catheryn me despreciaba tanto: porque nos destrocé la vida a ambos.

Conocí a Cath en mi época rebelde. Cuando todavía tenía la cabeza llena de ideales; cuando todavía creía que podía cambiar el mundo.

Pero lo cierto era que estaba equivocado.

Mi padre se encargó de recordármelo en el momento exacto, para que tomase la decisión correcta.

Con la mano temblando, y con el aliento contenido, pulsé sobre el icono del mensaje.

Las palabras de Catheryn se mostraron en la pantalla del ordenador, paralizándome el corazón.

Estefan:

Seguro que te sorprende que te escriba después de tantos años. Yo tampoco me lo puedo creer. No del todo. De hecho, he dudado durante días si hacerlo o no.

Lo cierto, es que si te escribo ahora, es porque tengo miedo. Tengo pánico de dejar solo a Hayden. Te preguntarás quién es él.

No puedo decirlo de manera suave.

Hayden es tu hijo. Bueno…, el nuestro.

Te escribo esta noche porque no soy lo suficientemente valiente para llamarte, aunque tampoco sé si me contestarías.

Estoy divagando, pero me cuesta mucho trabajo encontrar las palabras correctas. Tengo mucho miedo de que se quede solo si no puedo superar esta enfermedad. Es tan dulce, tan bueno…

Es lo mejor que hemos hecho juntos.

Sé que me odiarás por haberte ocultado su existencia durante todos estos años, pero estoy segura de que no puedes hacerlo más de lo que yo me odio a mí misma.

Mañana a las nueve de la mañana me intervienen para extirparme el tumor. Después, hablaré con él para contárselo todo.

En cuanto me recupere, volveré a escribirte.

Por favor, no pagues con él mis decisiones.

Catheryn.

Apenas pude leer las últimas líneas del correo por la cantidad de lágrimas que se acumularon en mis ojos. Apenas podía recordar la última vez que las había dejado caer con libertad.

Estaba tan conmocionado por lo que acababa de leer, que no podía reaccionar.

No sabría qué me alteró más: si descubrir que tenía un hijo o darme cuenta de que el mensaje llevaba más de un año en mi correo.

Capítulo 1

No podía negar que había
llamado mi atención

21 de marzo de 2022

Hayden

Cuando la alarma sonó a las siete de la mañana supe al segundo que había sido una mala idea quedarme dibujando de madrugada. Estaba muerto de sueño y tenía un día muy largo por delante.

Me removí para apagar el espantoso sonido que salía del teléfono, procedente de algún lugar cerca de mi cadera, y, a mitad de mi extraña contorsión, estuve a punto de clavarme el lápiz digital en la cabeza.

—¡Au! —me quejé en alto, a pesar de que no hubiera nadie para escucharme.

Abrí los ojos y me incorporé.

Me había quedado dormido en el sofá. No era nada nuevo, pero algún día me iba a hacer un estropicio en la espalda. Tampoco era como si hubiese tenido otra alternativa. Así era la inspiración: llegaba cuando menos te lo esperabas. Era imposible ignorar su llamada.

Después de cenar, me había sentado en el sofá para mirar un rato Instagram, antes de acostarme, y una fotografía de un perro correteando por el parque había encendido la bombilla de mi imaginación.

Pronto, esa imagen se fue tornando mucho más mágica.

El parque dio paso a un bosque espeso, lleno de hermosas flores y enredaderas, y el perro se transformó en un lobo cambia formas. Me encantaba cuando algo que veía disparaba mi creatividad. Era como si un botón hiciera clic dentro de mi cabeza. Era una sensación maravillosa y mágica que no sabría explicar, pero que amaba.

Recordando el dibujo, encendí la tableta, preocupado. Tenía miedo de haberme imaginado el proceso. A veces soñaba que dibujaba, para luego despertarme y ver que había avanzado la mitad de lo que creía. Pero ese no era uno de esos días.

Cuando vi el gran progreso de la noche anterior, sonreí encantado.

Solo por eso, ya merecía la pena el dolor de espalda y el cansancio. No había nada en el mundo que amase más que dibujar.

Salté del sofá, entré a mi habitación y me cambié de ropa. Cuando tuve que rebuscar por todo el armario para encontrar una camiseta limpia, me anoté mentalmente hacer la colada al día siguiente.

Entré a la cocina y me lancé a encender la cafetera. Metí la cápsula y observé mientras el botón de encendido parpadeaba.

Ese día necesitaba café para sobrevivir.

Toneladas de café.

Pulsé el botón cuando el aparato se calentó y me agaché para inhalar el maravilloso vapor que salía, cuando el líquido marrón comenzaba a caer.

—Mmm…

No podía entender a la gente que era capaz de sobrevivir sin café.

Me tomé la bebida de un trago, y me metí en el baño para cepillarme los dientes. Quise aprovechar el tiempo y salí al recibidor para calzarme las zapatillas a la vez.

Muy pronto quedó claro que no había sido la mejor de mis ideas, ya que estuve a punto de caerme al suelo y morir con el cepillo de dientes atravesándome el cerebro.

Me recorrió un escalofrío solo de imaginar semejante escena. Nadie querría abandonar este mundo así.

Volví al baño, terminé con el cepillado y salí disparado a por las zapatillas.

Solo por si acaso, decidí que lo mejor sería sentarme para ponérmelas.

Luego, me marché, contento porque al final me daba tiempo a ir a la universidad sin prisas.

Así que, cuando a mitad de camino me di cuenta de que me había dejado la mochila en casa, todo mi plan se fue al traste y tuve que volver trotando a por ella, para luego correr otro poco más hasta la universidad.

Respiré aliviado cuando por fin, después de tanto trabajo, conseguí alcanzar el edificio.

Sabía que tenía que descansar más, y quizás eso me ayudara a no ser tan despistado.

—Hayden —me llamaron justo cuando estaba descendiendo las escaleras de la facultad.

Me di la vuelta para ver de quién se trataba.

—Ah…, hola, Cristian —saludé con una sonrisa cordial, al ver que era uno de mis compañeros de carrera.

—¿Te apetece quedarte con nosotros para charlar un rato? —preguntó señalando hacia un grupo de personas que estaban hablando en corro detrás de él.

Dudé durante unos segundos.

Por un lado, no me vendría mal la compañía, pero, por el otro, si me quedaba, no tendría nada de tiempo para dibujar antes de entrar a trabajar.

—Mejor otro día —le contesté. Cuando vi que su cara se tornaba algo triste, añadí—: Tengo que entrar a trabajar dentro de poco.

No me gustaba molestar a la gente si no era absolutamente necesario.

La sonrisa de Cristian volvió a su cara tras mi explicación, haciendo que me recorriese una sensación de alivio.

—Perfecto. Otro día entonces —acordó.

Asentí conforme, me despedí con la mano y me di la vuelta para marcharme.

Mi destino era la biblioteca pública de la ciudad. Me gustaba dibujar allí, y no estaba muy lejos del campus.

Como eran las tres de la tarde y no me había acordado de prepararme nada para comer, pasé por un supermercado para comprar una barqueta de ensalada.

Cuando llegué a la biblioteca, me senté en el muro bajo de piedra, que rodeaba el edificio, mirando hacia el parque, en vez de entrar.

Quería aprovechar los tímidos rayos de sol que brillaban esa primera tarde de primavera.

Comí despacio, dedicando un tiempo para despejar la mente. Una especie de meditación, pero con los ojos abiertos.

Era algo que solía hacer muchas veces y que me ayudaba en gran medida a no terminar hasta arriba de ansiedad. Sabía que mantener un trabajo y estudiar una carrera era demasiado, pero tampoco tenía otra opción. Desde que mamá había muerto…

Corté esa línea de pensamiento. Dolía demasiado recordarla.

Cuando terminé, me deshice del envoltorio de la ensalada echándolo en el contenedor para el plástico y regresé a sentarme en el muro.

A mitad de camino, decidí que estaría más cómodo si me sentaba en el suelo, con la espalda apoyada en él.

Abrí la mochila, saqué la tableta y el lápiz, y me puse a dibujar. Volqué todo lo que sentía en esa ilustración.

Mis manos eran un simple instrumento que me permitía trabajar sobre la pantalla. Sentía fluir todo a través de mí. Como si fuese una corriente que necesitaba escapar de mi mente y ser plasmada sobre un lienzo. Cuando dibujaba, todo lo que tenía a mi alrededor desaparecía y solo existía la sensación de perderme, y dejarme llevar.

Cuando la alarma de mi móvil comenzó a sonar, regresé a la realidad de golpe.

Saqué el aparato y vi que eran cerca de las cinco de la tarde.

¿Cómo era posible? Tenía la sensación de que solo llevaba dibujando unos minutos, a pesar de que había pasado más de una hora.

Apagué la tableta, y la metí corriendo en la mochila. Me levanté del suelo y miré a mi alrededor tratando de centrarme en no olvidar nada. Cuando estuve bastante seguro de que tenía todo, salí disparado. La biblioteca estaba a más de un cuarto de hora de mi trabajo y solo quedaban ocho minutos para que diesen las cinco.

Ir corriendo a todos lados era la historia de mi vida.

Traspasé la puerta del bar y me acerqué al galope a la barra.

Podía ser que, si tenía mucha suerte, el encargado no se diese cuenta de que llegaba unos minutos tarde.

Traté de pasar desapercibido, que era algo que se me daba realmente bien.

Mi mira estaba puesta en la barra: si conseguía alcanzarla, y pasar por el lado izquierdo muy rápido, podría entrar en el vestuario para cambiarme antes de que nadie notara mi retraso.

Las cosas no salieron como había planeado.

Debería haber sabido de antemano que nada en mi vida era tan sencillo.

Lo comprendí segundos antes de comenzar a caer.

No me dio tiempo a reaccionar, ya que un chico se levantó de su taburete para recogerme antes de que aterrizase de cabeza en el suelo.

—Gracias —dije cuando paró mi caída, notando que las mejillas me ardían.

No solo por haber hecho un ridículo espantoso sino porque había sido precisamente su imagen la que había provocado que me tropezase con mis propios pies.

—No hay de qué —me respondió él en un tono cordial, que hizo que lo mirase a la cara sorprendido—. Deberías tener más cuidado si no quieres acabar con un buen chichón.

Pese a que sus palabras eran tranquilas y suaves, me dio la sensación de que parecía preocupado por mi casi caída.

Me abstuve de levantar la ceja.

Estaba viendo cosas donde no había absolutamente nada. No era como si aquel guapísimo y grande extraño estuviera ligando conmigo, ¿verdad?

Me puse muy nervioso cuando ese pensamiento se me cruzó por la cabeza y me alejé de él como si me hubiera dado calambre. Lo que logró que esta vez casi me golpease con la espalda en la barra. Y digo casi, porque el chico metió la mano entre mi espalda y el trozo de madera, impidiendo que sucediese el impacto.

Menudos reflejos.

Eso me dejó bastante claro que no estaba deslumbrado por mí ni una décima parte de lo que yo lo estaba por él.

—Será mejor que entre antes de que me lesione —dije con una sonrisa avergonzada, y me giré para colarme por el lateral de la barra.

No le di tiempo a que pudiese contestar nada.

Entré al vestuario y me apreté las mejillas.

—Dios, qué vergüenza. Parece que no he estado nunca delante de un chico guapo —comenté, mirándome al espejo.

Me puse el delantal sobre la ropa de calle y salí de nuevo al bar.

—Llegas tarde —me indicó el encargado, logrando que diese un bote.

No lo había visto acercarse a mí.

—Un poco. Lo siento —me disculpé pasándome la mano por la nuca, nervioso—, cuando termine mi turno me quedaré más tiempo para recuperarlo.

—Está bien —aceptó conforme, y respiré aliviado porque no se hubiese enfadado—. Hoy haces mucha falta. Andrea no ha podido venir a cubrir su turno. Así que, estás solo en la barra.

—Entendido —le respondí, asintiendo con la cabeza.

—Vamos. Ponte manos a la obra —me dijo haciendo un gesto con la mano para que comenzase.

Me metí de lleno en el ritmo frenético de trabajo y las horas comenzaron a pasar muy deprisa.

Después de atender a unas cincuenta personas, derramar dos cervezas y romper una copa, el bar se quedó algo más tranquilo.

No fue algo que agradeciese. No solo porque el tiempo se me pasaba más despacio, sino porque mis ojos no dejaban de posarse una y otra vez en el chico que me había cogido antes de que besase el suelo.

Me costaba un esfuerzo real apartar la mirada de él.

En mi defensa debía decir que no estaba acostumbrado a ver hombres tan guapos y corpulentos. Era muy grande. No los veía al menos en vivo y en directo, y mucho menos era el encargado de servirles una cerveza.

Tampoco era que hubiésemos hablado mucho más allá de un «¿quieres tomar algo?» y «sí, una cerveza, por favor». Además, de la breve conversación que habíamos mantenido a mi entrada, pero había conseguido captar mi atención.

Me di cuenta mientras limpiaba las mesas de que estaba analizando su postura.

No sabría decir por qué, pero me daba la sensación de que ese chico, a pesar de su pose desenfadada y su cerveza, era mucho más sofisticado que todo eso. Algo en él me decía que su aparente tranquilidad no pegaba con su forma de ser.

Moví la cabeza a los lados para desprenderme de aquel tonto pensamiento y seguí guardando vasos en el lavavajillas.

«¡Qué sabía yo si era la primera vez que lo veía! Estaba analizándolo demasiado».

Traté de centrarme en mi tarea y lo logré. Al menos, hasta que, poco antes de que terminase mi turno, lo vi marcharse con una tonta sensación de pérdida.

No podía negar que había llamado mi atención.

Cuando salí del trabajo, caminé despacio hasta casa. Ya no tenía prisa más allá de que no se me hiciese muy tarde para acostarme.

Vivía en una pequeña buhardilla, ubicada en el último piso de un edificio antiguo, sin ascensor.

La decisión no había sido difícil, ya que era casi el único lugar que podía permitirme en el que pudiese vivir solo, pero, a pesar de ser la opción más económica que había encontrado, no por ello era mala.

La casa desprendía belleza. Me encantaban las vistas que se apreciaban desde la ventana. El parque que había debajo estaba precioso ahora que acababa de llegar la primavera.

Cuando llegué a casa, me quité los zapatos en la entrada.

Uno aterrizó muy cerca del zapatero y el otro cayó en el centro de la alfombra, pero no me molesté en colocarlos bien. Solo podía pensar en comerme un sándwich y lanzarme a la cama para descansar un rato.

Después de llevar todo el día en la universidad, y gran parte de la noche en el trabajo, estaba destrozado. Eso sin contar lo poco que había dormido la noche anterior.

Entré a la cocina sin molestarme en encender la luz, porque llegaba suficiente desde el pasillo, ya que el lugar era muy pequeño.

Abrí el frigorífico, que estaba raquítico, y saqué los ingredientes necesarios para hacerme un sándwich vegetal.

Era rápido, sano y delicioso.

Unté el pan con mayonesa y me comí una loncha de jamón york mientras terminaba de colocar todos los ingredientes.

Engullí la cena de pie, frente a la ventana abierta, mientras observaba la quietud del parque y me oxigenaba la mente.

Me agaché para limpiar del suelo el manchurrón de salsa que se me había caído mientras comía, antes de entrar a la cocina para tirar el papel.

Pasé al baño y me cepillé los dientes.

Fue el último esfuerzo que realicé antes de lanzarme sobre la cama y taparme sin molestarme en quitarme la ropa.

Agradecí que el sueño viniese rápido y que lo último que se me pasase por la cabeza fuese la cara del chico del bar, en vez de la de mi madre.

Odiaba lo solo que me sentía.

Capítulo 2

La salvación para el reino de Estein

19 de marzo de 2022

Dante

Los brazos me ardían y comenzaban a temblarme, pero, aun así, hice dos repeticiones más. Un par de días antes había subido el peso de las mancuernas y quería adaptarme cuanto antes.

Al terminar la serie, me levanté del banco para estirar los músculos antes de comenzar con la siguiente repetición.

Tomé un trago de agua y me sequé el sudor del cuello. Luego volví a tumbarme y me coloqué en posición. Estaba elevando las pesas cuando se acercaron a mí.

—Señor —me llamó uno de los nuevos agentes haciendo que desviase la vista hacia él. Todavía me sonaba raro que me tratasen de usted teniendo tan solo 21 años, pero entendía que, por mi cargo, lo usasen—, me han ordenado que le informe de que le están esperando en el despacho del rey.

—Gracias, Carle —le respondí. El chico se quedó mirándome como si esperase que le dijese lo que tenía que hacer, así que tomé el mando de la situación.—. Puedes retirarte. Acudiré al despacho enseguida.

Noté que mi respuesta no lo tranquilizaba, ya que quería asegurarse de que se cumplía lo que se le había ordenado, pero tampoco deseaba molestarme.

Le sostuve la mirada a la espera de que comprendiera que no iba a conseguir nada de mí, y a los pocos segundos desvió los ojos, y se dio por vencido.

—Señor —se despidió con un asentimiento de cabeza.

Lo observé mientras se marchaba, pensando en lo extraño que era que me convocasen en mi día libre.

Pasaba algo raro.

Casi me sentí aliviado, porque necesitaba acción. Llevaba toda la vida entrenando para ser el guardaespaldas del futuro rey, pero todavía no tenía un puesto como tal.

Era más que frustrante.

Había muy pocos días de acción reales para mí.

Recogí la toalla, el bidón de agua y fui hasta los vestuarios para ducharme.

No quería tener una reunión con mi padre en el despacho del rey, oliendo a sudor. Si a mi progenitor le molestaba mi tardanza, iba a tener que sumarlo a la enorme lista de cosas que le decepcionaban de mí.

Cuando salí del gimnasio, ya duchado, ascendí las escaleras hasta la planta baja del palacio. Era una suerte que tuviéramos unas instalaciones tan completas para entrenar sin tener que salir del recinto. Sabía que era una persona afortunada, pero eso no evitaba que me sintiera frustrado e innecesario. Quería más de la vida.

Saludé a un par de trabajadores que me encontré por el camino y, justo cuando estaba a unos metros del despacho, una chica se hizo la encontradiza conmigo. O por lo menos lo intentó.

De hecho, lo habría logrado si no me hubiese apartado de forma descarada cuando se metió justo en el medio de mi trayectoria.

—Dante. ¡Qué susto! —dijo, llevándose la mano al pecho con fingida sorpresa.

Me abstuve de poner los ojos en blanco, a pesar de lo ridícula que sonaba su frase cuando ni siquiera nos habíamos topado, porque no quería demostrarle ningún tipo de reacción. Era casi el enemigo, a pesar de que la sangre real corriese por sus venas. En mi opinión la suya era sangre diluida y contaminada, pero ¿qué importaba lo que yo pensase?

—Amanda —la saludé sin reducir el paso con una inclinación de cabeza, porque, a pesar de todo, en algún momento, aunque fuera lejano, heredaría la Corona.

—Espera, Dante —me llamó y me paré de golpe, cerrando los ojos con fuerza para convencerme a mí mismo de que debía contenerme.

Uno de mis mayores problemas, como siempre se encargaba de recordarme mi padre, era que era una persona demasiado sincera, expresiva e impulsiva. Motivos por los cuales tenía que controlarme.

Me di la vuelta despacio.

—Mañana quiero ir de compras —me dijo con la cabeza ligeramente torcida y un tono de voz que pretendía ser coqueto. De nuevo, me contuve para no reaccionar. Nunca me acostaría con ella, a pesar de sus múltiples insinuaciones a lo largo de los años. No me gustaban las mujeres como ella. No hacía falta que se esforzase—. He pensado que estaría muy bien que fueses tú el guardaespaldas que me llevase. Podría ser muy divertido.

«Ni muerto», pensé.

—Sabes que estoy para proteger solo a la primera línea de sangre real —le contesté en tono duro.

Odiaba que se tomase nuestro trabajo como un capricho.

Me preparé mentalmente para su contestación. Sabía que mis palabras le habrían molestado. No solo porque me negase, sino por haber dejado claro que no la consideraba una descendiente real. No, todavía. No mientras el rey Estefan continuase en el trono.

—Por poco tiempo —respondió al instante en todo airado—. Me das pena, ¿sabes? Te crees tan digno como para proteger solo al rey y a sus descendientes directos, pero la realidad es que no tienes a quién salvaguardar. ¿De qué sirve entonces un guardaespaldas?

Apreté molesto la mandíbula.

A pesar de estar preparado para su réplica, eso no significaba que me escociese menos; había tocado demasiado cerca de la herida.

Era la misma pregunta que me hacía casi todos los días.

Compartía con mi padre la protección del rey. Cada uno de nosotros teníamos nuestro propio equipo de guardaespaldas, pero eso no hacía menos real que yo no tuviese a nadie de quien encargarme, ya que el rey no había podido tener hijos.

Solo me estaba librando de su hermano e hija, a la cual tenía en ese mismo momento increpándome, porque yo mismo descendía de la línea de guardaespaldas al mando de la protección del rey de Estein desde hacía cinco generaciones. Pero en algún momento eso cambiaría y terminaría teniendo que velar por unas personas a las que a duras penas respetaba.

Amaba al rey. Amaba a mi país. Me habían criado toda la vida para que fuese el mejor guardaespaldas, pero no me gustaba ni Amanda ni su padre. No eran buenos para el reino.

—Si me disculpas —le dije sin entrar en su provocación—, tengo una reunión importante en el despacho del rey.

La esquivé y me dirigí a grandes zancadas hasta allí. Una vez estuve delante de la puerta de madera ornamentada, los dos guardias que la custodiaban se apartaron hacia los lados para dejarme pasar.

No me costó más de unos segundos darme cuenta de que el ambiente dentro del despacho estaba cargado de tensión. Al fin y al cabo, reconocer el terreno de forma rápida era una de las habilidades necesarias para ser un buen guardaespaldas.

Paseé la vista por la sala para hacerme una composición de lugar.

El rey estaba sentado tras el escritorio con la corbata ligeramente torcida y la mano sobre la cabeza. Su visión me dejó bastante sorprendido, ya que siempre parecía muy centrado y seguro de sí mismo. No solía transmitir ningún tipo de debilidad o duda.

Frente a él, estaba el jefe de inteligencia y, a su lado, se encontraba mi padre, que era el jefe de seguridad de palacio y guardaespaldas personal del rey. Se habían criado juntos.

Aparte de mí, no había nadie más.

Cuando entré, mi padre me fulminó con la mirada antes de ponerse a mi lado.

—Has tardado mucho en venir —señaló en tono duro.

No me molesté en explicarle por qué me había demorado.

Para él, primero era un guardaespaldas y luego una persona. A veces me daba miedo pensar que yo era igual que él; que, en el fondo, pensaba lo mismo.

—¿Qué sucede? —le pregunté directo, desviando de golpe la atención.

—Tenemos un asunto muy importante entre manos que te concierne en primera persona —contestó, dejándome si cabe con más curiosidad de la que había tenido en un principio.

—Estefan —llamó mi padre al rey. Era una de las pocas personas que lo tuteaba. Algo que me llamaba muchísimo la atención y envidiaba, por la fuerte relación que mi padre y el rey habían desarrollado con el paso de los años—, ya ha llegado Dante.

El rey levantó la vista hasta encontrarse conmigo.

No había reparado en mi presencia, lo que solo reforzó la sensación que tenía de que estaba muy sobrepasado por algún motivo que ansiaba conocer.

—Buenas tardes, hijo —me saludó—. Ven a sentarte, tenemos algo muy importante que compartir contigo y que necesita nuestra atención inmediata.

—Claro, señor —respondí, y me senté en la butaca que había señalado frente a su mesa.

Mi padre se acomodó a mi lado.

—Por favor, Trevor, enséñanos de nuevo todo para que Dante pueda verlo —ordenó el rey, girando la silla para mirar hacia el cuadro con el mapa de Estein de la pared derecha de la oficina. Mapa que se convertía en una pantalla.

Cuando la imagen se cambió por completo, frente a nosotros apareció una fotografía de un chico con una melena hasta las orejas de color castaño claro. Sus ojos eran de un tono ligeramente más claro, del color exacto de la miel. Lucía una mirada distraída y soñadora que me hizo preguntarme de golpe qué era lo que le pasaba por la cabeza.

¿Quién era aquel chico? Y, sobre todo, ¿qué era lo que había hecho para que los presentes en esa sala lo estuviéramos observando?

—El muchacho de la imagen es Hayden Carter, tiene veinte años y es el hijo del rey Estefan —dijo Trevor, haciendo que casi me levantara del asiento por la sorpresa. Seguro que no lo había entendido bien.

Por instinto, desvié la mirada hacia el lugar donde el rey estaba sentado en su silla sin apartar los ojos de la pantalla. Miraba hacia el chico, con una mezcla de incredulidad, felicidad y devoción. Lo observaba con anhelo. Se lo veía muy perdido.

Solo por su forma de observarlo, por lo desubicado que parecía, comprendí que mis oídos no me habían traicionado. Su reacción era una buena prueba de ello, y hacía que todo tuviese sentido de golpe y, a la vez, que nada lo tuviera.

Permanecí callado a la espera de que alguno de ellos dijera algo más, observando de nuevo la imagen ante mí. Deseando levantarme del asiento y largarme a buscarlo. A Hayden. Al hijo del rey. Al príncipe.

De inmediato, una necesidad de estar cerca de él se formó en mi interior, que apenas pude contener. Era todo lo que había querido en la vida: tener alguien a quien proteger para poder desempeñar aquello para lo que había nacido.

Me contuve, intentando no transmitir mi nerviosismo. No quería que mi padre me llevase de nuevo aparte cuando terminase la reunión y me reprochara mi actitud demasiado visceral para su gusto. Pero este descubrimiento era algo muy grande. Era algo gigantesco.

Solo podía desear una cosa mientras observaba su imagen. Si hubiera sido religioso, hubiera incluso rezado por que el príncipe caído del cielo fuese una buena persona y un digno sucesor de su padre. Porque, si por algún motivo teníamos tanta suerte, él era la salvación de Estein.

Aguanté a duras penas la explicación de cómo habían descubierto su existencia, pasando de puntillas por el tema de quién era la madre. Lo cual, entendí por completo, ya que no era asunto de nadie más que del propio rey y de su hijo, y escuché la misión que tenían pensada para recogerlo.

Hablaban demasiado despacio para mi gusto.

Sentía que cada minuto que no nos montábamos en el avión e íbamos en su búsqueda, era un minuto perdido. ¿Cómo coño podían haber esperado tantos días para decir algo? ¿Para hacer algo?

Con la aparición del chico, toda mi vida había dado un giro radical.

Que hubiese un nuevo heredero que fuese descendiente directo del rey, lo cambiaba todo. Significaba que el propósito de mi existencia se había vuelto claro. Hacía que pudiese coger aire y sentir que por fin estaba completo. Que el fin para el que había nacido era real de una vez. Hacía que el Dante que iba a salir por la puerta del despacho no fuese el mismo que había entrado.

21 de marzo de 2022

La espera se me hizo eterna mientras recabábamos toda la información, organizábamos la mejor forma de abordar al príncipe y reuníamos el apoyo necesario de la diplomacia para acercarnos a él.

Así que, ese día, antes del momento acordado para hacerlo, no pude evitar salirme del plan y seguirlo.

Necesitaba verlo de cerca. No me valían las fotos ni los vistazos a través de una cámara. Necesitaba respirar su mismo aire para evaluarlo. Toda mi ilusión estaba puesta en él. Era el futuro del reino y necesitaba asegurarme de que estaba a la altura.

En parte, me tranquilizó acompañarlo a lo largo del día en todo lo que hizo, porque no hacía falta esforzarse mucho para darse cuenta de que era un chico tranquilo, soñador y que parecía muy buena persona.

No quería sacar conclusiones precipitadas, sobre todo con las ganas que tenía de que fuese amable, pero verlo de cerca me tranquilizó muchísimo.

Por otra parte, estar tan cerca de él, me había hecho darme cuenta de que el príncipe era un peligro. Con solo mirarlo hacía que todos los pelos de mi cuerpo se erizasen. ¿Cómo era posible que no le hubiese sucedido nunca nada? Se movía por la calle como si estuviese en otro mundo. No prestaba la más mínima atención a lo que tenía alrededor. Podría haber caminado junto a él a lo largo de toda la avenida y estaba prácticamente seguro de que no habría reparado en mi presencia.

Jamás había visto a nadie más despistado.

Era algo muy peligroso que no se fijase en su entorno. Sobre todo, cuando a él era imposible pasarlo por alto. Cualquier persona de la realeza requería protección, pero este príncipe lo necesitaba muchísimo más. Era una suerte que hubiésemos sido los primeros en encontrarlo. No iba a poder volver a dormir hasta que no estuviese a salvo en Estein, bajo mi vigilancia y la del reino.

Capítulo 3

Hay algo muy importante
que debe decirte

22 de marzo de 2022

Hayden

Como la primera clase que tenía los martes era a las once de la mañana, no me levanté hasta pasadas las nueve y media.

Desayuné relativamente tranquilo, para lo que solía ser mi vida, mientras miraba por la ventana del salón. Ese día, de nuevo, había salido el sol y la vista del parque era preciosa.

La vista.

Cuando esa palabra se cruzó por mi cabeza, una imagen del chico que había estado en el bar el día anterior se formó en mi mente. Por supuesto, mi cerebro comenzó a reproducir un vídeo maravilloso del momento en el que me había recogido en sus brazos. Cortesía de la casa, lo visualicé sonriéndome, todavía sin soltarme, mientras su increíble olor a colonia inundaba mis fosas nasales, mareándome de deseo.

Me reí como un tonto.

Había momentos en los que era maravilloso tener una imaginación tan ferviente. Me regalaba preciosas historias como la que acababa de disfrutar en ese momento.

Era una lástima que no sucedieran en la realidad.

Pasé por toda la rutina diaria antes de salir a la calle y pasear despacio hacia la universidad. Aunque casi siempre iba corriendo a todos los lados, la realidad era que disfrutaba mucho de la tranquilidad. Era una pena que no fuese capaz de mantener una vida relajada.

Como tenía un cuarto de hora de sobra, decidí atravesar el parque, en vez de bordearlo como hacía cada día.

Mientras miraba a mi alrededor, rodeado de preciosos árboles y de las primeras flores de la primavera, me picaban los dedos por las ganas que tenía de meter la mano dentro de la mochila para sacar la tableta y ponerme a dibujarlo todo. Quería captar la esencia del momento en el que estaba. La calidez de los tímidos rayos de sol sobre mi piel y lo precioso que estaba el parque floreciendo.

—Hola —me saludaron, captando toda mi atención de golpe.

Giré sorprendido la cabeza, porque no había sentido que hubiera nadie a mi lado, y abrí mucho los ojos. Quizás más de lo que era socialmente aceptable.

La persona que me hablaba era el chico que había estado el día anterior en el bar.

Para conseguir elevar el nivel de vergüenza que sentía, me tropecé con un objeto inexistente y estuve a punto de caer de cabeza al suelo.

De nuevo, evitó mi caída.

—Gracias —dije cohibido, y me puse en pie lo más rápido que pude.

—De nada —me contestó, mirándome fijamente y poniéndome nervioso—. Ayer estuve en el bar en el que trabajas. No sé si te acuerdas de mí —añadió, y en lo único que pude pensar fue en si la frase era una especie de broma.

¿Cómo iba a haberme olvidado de él?

Se me escapó una carcajada.

—Me acuerdo —le aseguré poniéndome rojo. Podía sentir el calor inundando mis mejillas.

—Bien —respondió, esbozando una pequeña sonrisa complacida, que logró que el corazón me hiciese una pirueta—. Te he visto caminando por el parque y no he podido evitar acercarme. Soy nuevo en la ciudad —explicó.

—Oh, bienvenido —le dije—. ¿Vives por aquí? —pregunté muy interesado en la respuesta. Me encantaría que fuera así. No iba a quejarme si lo veía de vez en cuando.

—No, estoy de paso —respondió y, antes de que pudiese añadir nada, mi móvil comenzó a sonar a todo volumen con la alarma que tenía programada un cuarto de hora antes de tener que entrar en clase para no llegar tarde.

Di un respingo. Había perdido la noción del tiempo, e incluso me había olvidado de que tenía que ir. Me distraía con demasiada facilidad.

—Tengo que irme —le anuncié antes de echar a andar en dirección hacia la universidad.

—Espera un segundo —me pidió poniéndose a mi altura—. ¿Me podrías ayudar a encontrar una tienda?

—Claro —asentí. Si necesitaba mi ayuda no me importaba llegar un poco tarde. No quería dejarlo tirado, y mucho menos sin ser de la zona.

—Mira, es esta zapatería —explicó, sacándose el teléfono móvil del bolsillo y sujetándolo entre nosotros para que pudiera verlo.

Miré la fotografía en la pantalla y la reconocí al instante.

—Sé dónde está —comenté, contento de poder ayudarle—. Es por aquí —indiqué.

Para llegar, teníamos que salir del parque por el lateral izquierdo.

Fuimos hablando acerca de lo bonito que estaba el lugar en primavera y pronto llegamos a la salida.

Pensé en preguntarle su nombre, pero en el último momento lo deseché, ya que tenía miedo de que pensase que estaba tratando de ligar con él.

No era que no estuviese interesado. Solo que no quería incomodarle. Estaba seguro de que le llovían proposiciones de ligue todos los días.

Cuando nos paramos, señalé desde la acera al otro lado de la calle para que viese la zapatería, pero el chico no se aclaraba, por lo que lo acompañé un poco más.

Me tomó desprevenido cuando de pronto me agarró del brazo y la cintura, y me empujó contra su cuerpo.

Antes de que pudiera decir o hacer nada, estaba entrando en la parte trasera de una furgoneta.

—Lo siento, Hayden —dijo.

No supe precisar qué fue lo que me dio más miedo: si el hecho de que conociese mi nombre, o que me tapase la boca.

Ninguna de las dos cosas era nada reconfortante.

Todavía estaba tratando de ubicarme, de tranquilizarme lo suficiente para poder hacer algo, cuando me liberó de su agarre durante unos segundos. Momento en el que un hombre, que estaba sentado justo delante de mí, aprovechó para meterme un bastoncillo en la boca.

Me sentí tan desconcertado, que fui incapaz de reaccionar mientras lo frotaba por el interior de mis mejillas.

Lo observé sacarlo y meterlo dentro de una bolsa como si le estuviese sucediendo a otra persona, y no a mí.

—En unas horas estarán los resultados —anunció el hombre antes de alargar la mano para abrir la puerta y marcharse.

—Acompáñalo —ordenó el chico que me había metido en la furgoneta.

Fue ese el momento exacto en el que pude reaccionar.

—Socorro —grité entre sus manos, o por lo menos lo intenté, pero la puerta se volvió a cerrar.

Era un tonto.

Me sentí engañado de forma tan simple, como un niño al que raptan del patio del colegio tentándolo con un caramelo.

¿Cómo podía ser tan estúpido? Seguro que encima este pedazo de chico lo único que quería era matarme. Ni siquiera tenía ningún tipo de interés sexual en mí.

—No tengo nada. Lo juro —empecé a decir, intentando evitar que me asesinasen.

—Tranquilo, Hayden. No pasa nada —me indicó el joven—. Estás a salvo. Mira a tu alrededor —pidió, pero en vez de hacerle caso, me quedé mirándolo a él—. Hay un par de agentes de policía, un representante del consulado y nosotros —explicó con voz calmada. Demasiado calmada como para que no fuese fingida.

—No puedo respirar —traté de decir por entre la mano, que ya se había aflojado sobre mi boca.

Empecé a tomar bocanadas fuertes de aire y a sentirme mareado. Estaba a punto de desmayarme. Lo sabía.

—Le está dando un ataque de pánico —señaló alguien a lo lejos, o por lo menos yo lo escuché muy distante.

Me pareció que podía tener razón.

Era eso o que estaba a punto de morirme.

El corazón me latía desbocado.

El chico me había soltado la boca y me había tumbado en el asiento; y ahora me miraba desde arriba, ya que estaba sentado e incorporado sobre mí, con cara de preocupación.

—Hayden, estás a salvo —empezó a decir, pero me costaba mucho trabajo escucharlo—. Me llamo Dante y soy tu guardaespaldas —explicó, y estuve a punto de reírme. Definitivamente, me había vuelto loco y esto no podía estar sucediendo—. Venimos en nombre del rey de Estein para llevarte a nuestro país. —Lo vi dudar durante unos segundos—. Hay algo muy importante que debe decirte.

Un poco menos tenso, más por lo surreal que me estaba pareciendo todo que por otra cosa, me incorporé para sentarme.

—¿Un rey? ¿Por qué querría un rey hablar conmigo? —pregunté desconcertado, entrando por algún extraño motivo en la absurda situación que se desarrollaba a mi alrededor.

El chico, Dante, como decía llamarse, frunció el ceño ligeramente antes de hablar.

—Quiere hablar contigo porque eres su hijo.

Cuando esas palabras salieron de su boca, la furgoneta se sumió en el silencio. Desaparecieron incluso los ruidos de la calle, o quizás fueron mis oídos los que dejaron de escuchar. Estaba demasiado confuso y aturdido.

Me quedé en blanco durante unos segundos hasta que de pronto, en el centro de mi mente, se prendió la chispa de una idea.

—Es una broma, ¿verdad? —pregunté esperanzado—. Ahora es cuando me vas a decir que me estáis grabando para un programa —dije, comprendiendo de pronto lo que sucedía, y riendo de una forma un poco histérica.

Entendía la situación.

Estaba seguro de que los policías, el hombre que decían que era del consulado y Dante eran actores. Le pegaba. Era muy guapo.

Me sentía tonto, porque tenía que haberlo descubierto antes.

Ahora iba a pasar un bochorno terrible cuando me lo confesasen.

Dios, había actuado como un loco.

Cerré los ojos durante un segundo, armándome de valor para soportarlo.

Cuando los tuve abiertos, busqué con la mirada a Dante y, por la forma en la que me observaba, con intensidad y paciencia, como si fuese capaz de esperar el tiempo necesario a que comprendiese la situación, entendí de golpe que no era eso lo que sucedía.

Era otra cosa.

—No lo es, Hayden —contestó él, que, de alguna manera, a pesar de su corta edad, parecía estar al mando.

—Entonces, ¿qué es lo que pasa? ¿Me he vuelto loco? —tanteé—. ¿O sois vosotros los que lo estáis?

Dante

Su pregunta flotó en el ambiente de la furgoneta.

Sentí pena por él, por haberlo metido en esa situación. Por haberme acercado de esa manera, pero no podíamos entrar a su casa sin que nos invitase, y aquello era altamente improbable.

No disponía del tiempo suficiente para ganarme su confianza hasta ese punto.

Necesitábamos llegar a Estein para que estuviese a salvo antes de que nadie pudiera darse cuenta de su existencia, y que empezase a atar cabos.

—Me gustaría poder explicarte más cosas, pero para eso tenemos que estar en Estein —dije, mirándolo a él primero, tratando de transmitirle tranquilidad para que supiera que no pasaba nada, que podía confiar en mí. Luego, me dirigí al resto de personas que estaban a nuestro lado—. Hay muchas cosas que solo te podemos decir allí, en presencia del rey —añadí para que me comprendiese, sin tener que dar muchos más datos.

Lo vi dudar.

Su boca se abrió como si fuese a decir algo, pero no pudiese encontrar las palabras, y luego se cerró de nuevo, antes de morderse el labio.

Estaba pensando con mucha intensidad.

Su cara de concentración y duda era una buena prueba de ello.

Me hubiese gustado poder hacer algo para transmitirle tranquilidad y confianza.

Dudé, sobre si debía agarrarle la mano o no. Era el príncipe. No se suponía que debía tomarme esas libertades, pero a la vez este chico era también Hayden. Alguien completamente normal que, hasta hacía cinco minutos, no tenía ni idea de quién era, y desconocía la existencia de su propio reino.

Así que decidí que, en ese momento, pesaba más su bienestar que los protocolos. Mucho más.

Alargué la mano y cogí la de él.

Hayden dio un pequeño sobresalto, como si no se hubiese esperado el gesto, y centró de nuevo toda su atención sobre mí.

—Si eres mi guardaespaldas, tal y como dices, ¿por qué me has secuestrado? —me preguntó y sentí que se esforzaba por entenderme.

Quería creerme, y tenía una ventana de esperanza para explicarme.

No deseaba empezar con mal pie con él. Deseaba ganarme su confianza más que nada en el mundo.

La nuestra era una relación a largo plazo y, en ese momento, estábamos asentando las bases.

Por alguna extraña razón, quería que fuera yo el que se lo explicase, el que le diera tranquilidad, a pesar de que teníamos con nosotros a dos agentes de policía uniformados. Ellos tenían que haber sido sus puntos de seguridad, no yo. Me sentía más honrado de lo que podía expresar con palabras. No quería defraudar esa confianza innata que parecía sentir hacia mí.

—No es un secuestro —expliqué—. Te he traído aquí para poder estar contigo en un sitio en el que no llamáramos la atención y donde estemos lejos de los ojos curiosos.

—¿Por qué no en mi casa? —preguntó.

—Habría sido un poco raro eso de presentarnos todos allí y pedirte entrar. No creo que nos hubieras recibido con los brazos abiertos. No podíamos llamar la atención.

—Esto es una locura —dijo.

—Pero no por ello menos cierto.

—Si es mi padre, ¿por qué viene ahora a por mí? ¿Por qué no antes?

—No puedo contestar a eso ahora mismo.

—¿Y luego sí?

—Sí. ¿Quieres respuestas? —le pregunté, tratando de apelar a su curiosidad. Al fin y al cabo, a todos nos gustaba descubrir misterios.

Me miró con intensidad, dudando durante unos segundos antes de volver a hablar.

—Sí, quiero —respondió, asintiendo con la cabeza.

Hayden

Cuando estabas en tu casa, con un par de agentes de policía y Dante, el que se suponía que era tu guardaespaldas, era complicado no creer que era cierto lo que te estaban diciendo. Pero, a la vez, me resultaba tan inverosímil, que estaba seguro de que cuando llegásemos a Estein y conociese al rey, se darían cuenta de que se había equivocado de persona.

Recogí mis cosas en silencio bajo la atenta mirada de Dante, que se mantenía alerta, como si esperase que en cualquier momento llegara alguien con la intención de secuestrarme en sus narices.

De verdad que debían de darle un buen reconocimiento. No se podía negar lo implicado que estaba.

También deberían felicitar a sus padres por lo bien que lo habían hecho a él.

Me reí de forma estúpida cuando ese pensamiento se cruzó por mi mente. Moví la cabeza a ambos lados y me centré en coger lo más imprescindible. Guardé la tableta con cuidado junto al bloc de dibujo que tenía empezado.

Cuando tuve todo listo, me acerqué a Dante para hacérselo saber.

Poco tiempo después, estábamos sentados de nuevo en la parte de atrás de la furgoneta, de camino al aeropuerto.

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